Sé, y así lo pongo como aviso, que cuanto sigue es una apreciación muy personal, una visión mezcla de añoranza y temor a que fracasen nuestro tradicional comportamiento, cuando nuestros papones parecen ir en pos de una supuesta modernidad, que vienen imprimiento a los desfiles procesionales, incluso las más sobrias Cofradías de negra túnica.
Por la tarde, dado que era año impar, y la Cofradía de Minerva y Vera Cruz organizaba la procesión del Santo Entierro, tuve oportunidad de ver procesionar “El Descendimiento”. Una hermosísima obra escultórica del gran imaginero Víctor de los Ríos, que en 1945, con ocasión de la preparación de la exposición en el enorme hall del viejo Instituto, hoy Juan del Encina, pude ver, y tuve el honor de hablar con el autor. Él nombraba su obra como el “Descendido”.
Rompía don Víctor una tradición leonesa, la de portar los pasos a hombros, al situar su obra en una gran carroza que causó muchas dificultades en el clásico recorrido.
Decepción
y Descendimiento
La
distancia no siempre es el olvido, más bien ésta, y del modo más común, deviene en deseo de reafirmación de lo local
y familiar que hubimos de vivir, en tanto la añoranza nos lleva a la
idealización de los recuerdos. Vale esta apreciación para contar cómo hacía
años que, por cuestión de alejamiento, tan sólo territorial, de la ciudad de León, no asistía a la procesión de los Pasos con
preferente motivación. Y además en un lugar casi inédito para mí.
Estaba
fría la silla de madera. Bien es verdad que su colocación a la sombra de la
gran casa conocida en su tiempo como del
chupa/chups, era una buena razón. Además, al sol primaveral que en la
acera de los pares podía haber seguido calentado el ambiente, una cortina
nubosa se había empeñado en ocultarlo. Hablo de la calle Ordoño II, como es
fácil deducir, y de las tres filas de sillas colocadas en ambas manos a pie de calzada.
Estaban
así dispuestas para que, en reposo sedente, leoneses y visitantes pudieran seguir cómodos el desfile
procesional de los Pasos. Era la mañana
del Viernes Santo del 2015. Para alguien
como yo, bastante tradicional en casi todas las cosas leonesas, y en especial a
la hora de contemplar los desfiles procesionales, romper la costumbre de antaño
de seguir en pie su progreso paso a paso,
dificultoso y recoleto, en las
estrechas calles del casco antiguo, me parecía una trasgresión.
Había
una doble razón para ello. Estar sentado, cosa que agradecía la edad, pero me
resultaba extraño, al convertirme en espectador de algo en lo que siempre me
consideré tradicionalmente partícipe y cercano, desde mi puesto en alguna escueta acera del
núcleo capitalino. Creía sentir algo así como si ambas cosas, postura y actitud, rompieran el molde de la
costumbre, y la tradicional procesión de Los Pasos se transformara en un
espectáculo.
Ayudaba
a ello, mi ubicación en esta gran calle del primer ensanche, que tardó años en
recibir la procesión, y la afluencia popular motivada y dispuesta a aplaudir,
como de vez en cuando en verdad lo hacía con decisión. Esto sí que me rompía
los esquemas. El turista no aplaudiría si no lo iniciaran los propios leoneses
del momento. Tan sólo me proponía vivir y contemplar con “pasión” aquella Cofradía “de siempre”, Dulce Nombre de Jesús.
Ahí es nada lo pretendido.
“La Ronda”, con su lamento sostenido de
corneta, el metálico ritmo de la esquila, más el destemplado parche del tambor,
marcaba el conciso prólogo de los Pasos: escenas de la Pasión propuestas los
leoneses, a los fieles, hoy más bien espectadores. Siendo igual que siempre, me
sonaba distinto, puede que fuera la ausencia del reconcentrado sonido, reverberado
en las estrechas rúas donde transmitía respeto y pedía concentración.
Con
lentitud, demasiados espaciados entre sí los pasos y muy musicalizado su
progresar, pude ver algunos “tronos” demasiado cargados de relato e imágenes,
que, siendo alusivas, vienen a restar importancia a la verdadera secuencia del Gran Drama que sobre cada uno
descansa. La música, dicho sea con todo
respeto, sonaba, para mis sobrios oídos leoneses, muy “marchosa”, casi invitaba
a los braceros al innecesario “baile” que el espectador aplaudía, y que, a fuer
de clásico, considero totalmente
improcedente. Fuera de nuestra tradición,
pero irrefrenable ya.
Por la tarde, dado que era año impar, y la Cofradía de Minerva y Vera Cruz organizaba la procesión del Santo Entierro, tuve oportunidad de ver procesionar “El Descendimiento”. Una hermosísima obra escultórica del gran imaginero Víctor de los Ríos, que en 1945, con ocasión de la preparación de la exposición en el enorme hall del viejo Instituto, hoy Juan del Encina, pude ver, y tuve el honor de hablar con el autor. Él nombraba su obra como el “Descendido”.
Rompía don Víctor una tradición leonesa, la de portar los pasos a hombros, al situar su obra en una gran carroza que causó muchas dificultades en el clásico recorrido.
Hoy, y ya a sufridos hombros desde 1989, es digna de ver su mecida
marcha, tal como la pude contemplar no sin emoción, cuando languidecía la tarde de Viernes Santo,
en tanto ascendía por la “pindia” calle
de Fernández Cadórniga hacia Zapaterías.
Una justa compensación.
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