15 de octubre de 2014

Ordoño II en su Catedral



Principio y n de un gran Rey




A pesar de que la primavera del año 924 se presentaba más bien suave, el frío aún se hacía notar en el interior del templo; pues, no olvidemos que el invierno nos había tratado con crudeza a los moradores de la urbe leonesa.

Como quiera que muy buena parte del clero catedralicio, del cual formaba  parte,  me  tenía en  gran estima,  y sabían  mi  voluntariedad para acometer cuantos problemas se nos presentaban, me encargaron los preparativos para las honras fúnebres de nuestro amado rey D. Ordoño II, en este templo.

El  luctuoso  suceso  enfriaba  aún  más  si  cabe,  el  ambiente  de suyo desapacible de esta gran iglesia, especialmente en estas fechas pos invernales.

Mas,  ya  es  momento  de  presentarme,  para  que,  al  hilo  de  los acontecimientos y personajes que voy a rememorar, puedan identicarme los posibles lectores, y conocer   el porqué de mi humilde presencia en ellos.

Mi nombre es Sisnando, he cumplido treinta años, cuando comienzo este emocionado relato.  De ellos, quince he estado de monje en el Cenobio de San Pedro de Eslonza, si bien, en el momento en que arrancan estos recuerdos, estoy desarrollando labores eclesiales en esta Catedral leonesa con la que estamos unidos en hermandad de sufragios.

Mi familia habitaba en el valle de Eslonza y como tantas otras, vivía bajo la influencia del Cenobio.   En trabajos agrícolas y en tierras del Monasterio se desarrollaba la vida de mi padre, un labriego noble y esforzado donde los haya.

Yo,  el  mayor  de  cuatro  hermanos,  era  alentado,  casi  empujado persistentemente  por  mis  padres,  de  suyo  religiosos,  a  abrazar  la  vida monacal. Debo decir que ésta me ofrecía un cierto atractivo, pues me he considerado siempre, retraído, obediente y con ansia de saberEn el Cenobio podía ver realizados mi futuro y mi formación. 

Recuerdo aquellas coplas que de jovenzuelo oía en las aldeas próximas:
  
               Somos del valle de Eslonza
               y  vasallos del Convento
               donde nos dan el sustento
               y predican la verdad.

que me sirvieron de melodiosa y reiterada cadencia, muchos años.

Cuando nuestro primer rey Leonés, desde el año 910, García I, hizo generosas donaciones al Monasterio el año 912, yo contaba con 18 años de  pujante  juventud,  que  hube  de  emplear  junto  con  algunos  hermanos en  la reedificación  del  convento. Las dádivas reales nos permitieron acometer las obras de reparación de los daños causados por las hordas sarracenas.

El  hermano Adyuvando  era  nuestro  Abad,  y  lo  era  a  conciencia en  sus  rigurosas  órdenes  y  exigencias,  en  cuanto  a  la  escrupulosa  vida monacal, al igual que en las labores manuales múltiples.

Curiosamente recuerdo, cómo las noticias llegaban al Cenobio con prontitud.  Así conocimos y celebramos la victoria de nuestro benefactor rey D. García, sobre los Moros en la Rioja, el año 913; le acompañaba el hermano Frunimio que más tarde sería Obispo de León.

En  los  albores  de  la  primavera  del  año  914,  nos  llegó  la  triste noticia de la muerte del rey, en Zamora, sólo pudimos dedicarle  días de oración en el convento, pues se nos anunció que su cuerpo sería llevado a enterrar a Oviedo.

Desde su trono en Galicia, D. Ordoño II, conocida la muerte de su hermano García I, viene a León en el verano de este mismo año. Con él quedará  consolidado el solio leonés, el nombre de Reino de León, la corte y la capitalidad en León.

Un buen susto nos dio D. Ordoño II, a los leoneses, con aquella enfermedad que inoportuna, a pocos meses de su entrada en la capital, nos hizo temer por su vida.

El hermano Fruminio nos pidió oraciones por su curación; preces que fueron oídas, pues recuperó la salud y el ánimo guerrero,  y,  al frente de sus huestes, ese mismo año vencía a los Moros en Mérida.

La salud recobrada y las victorias alcanzadas, serían las fuerzas que  le  impulsaron  a  donar  las  edificaciones  palaciegas,  a  fin  de  ser transformadas en una gran iglesia, “su catedral”, para la mayor gloria de Dios Nuestro Señor.

Nuestro hermano Vicencio, su Mayordomo, tomó con interés la orden real. Y dado que la disposición de los edificios reales, asentados sobre unas paganas termas, era tan favorables al esfuerzo de adaptación pretendido, que dio fin a la Catedral que la ciudad y la corte de León necesitaban. No regateando medios humanos ni económicos.

En  la  gran iglesia recientemente  terminada,  reinaba  gran  expectación  ante  la  ceremonia de la solemne coronación de D. Ordoño, que había concitado a lo más representativo del reino.

La nobleza allí presente nos era desconocida, hasta aquel momento, a los tres monjes del Cenobio de Eslonza, designados por nuestro Abad Adyuvando, ante la petición del Obispo Frunimio, para integrarnos en el clero catedralicio.

De esta feliz ceremonia de coronación, recuerdo a los tres grandes obispos: Ansurio, de Orense; Genadio, de Astorga y Atilano, de Zamora; tomando parte muy activa en ella, acompañados de otros nueve prelados y  los  clérigos de sus  séquitos.


La  catedral  fue  un digno  marco  a  tal celebración. Si alguien había tenido dudas de la eficacia del Mayordomo real, adaptando los aposentos palaciegos para tan magna obra, gran iglesia o catedral, a partir del momento de la coronación en ella de D. Ordoño II, el 12 de diciembre de 914, se trocaron éstas en admiración, por lo eficaz a la par que imprescindible realización. 

Muy  grabada  me  quedó  para  siempre  la  imagen  de  D.  Ordoño, finalizada la ceremonia tan solemne como festiva y alegre, en este gran templo;  ciñendo  la  corona  que  le  había  sido  impuesta  y  con  aparente sencillez departir afablemente con la corte y clero.

¡La misma corona que estaba ahora en mis trémulas manos!

Al serme entregada por el Mayordomo de Palacio, percibí el  frío  del  metal,  lejos  de  las  sienes  del  soberano  que  la portaron desde aquella feliz coronación, hasta hoy, diez años mas tarde y en “su” misma catedral; a fin de depositarla sobre el féretro del monarca.

¡Qué  gran  diferencia  entre  aquellas  galas  de  júbilo  general  por la coronación del rey leonés y estas pompas fúnebres que a su cadáver le íbamos a dedicar!

La temprana iniciación de los trabajos, prácticamente al alba, nos había permitido terminar a tiempo ante al Altar consagrado a  María  Santísima,  un  gran  catafalco  ornado  con  terciopelos  negros festoneados en hilo de oro, para situar el cuerpo de D. Ordoño durante el solemne Te Deum.

 También se había excavado y preparado un túmulo sepulcral, que acogería denitivamente los restos del monarca en aquel mes de Junio de 924.

No  bien  hubieron  colocado  los  portadores  de  las  mortuorias parihuelas,  el  retro  real  sobre  el  catafalco,  dada  mi  condición  de conductor del rito y protocolo, flanqueado por Nobles del séquito real y en pos de doña Sancha de Navarra, su viuda, me dirigí portando la regia corona,  hacia el arcón real para depositarla sobre él; acto que marcaba el inicio de las exequias fúnebres.

Finalmente diré que aquella catedral que lució esplendorosa el día de la coronación, le acoge ahora como morada terrenal última, y sobre su sepulcro en una lápida se leerá:

              OMNIBUS EXEMPLUN SIT, QUOD VENERABILE TEMPLUM
              RES DEDIT ORDONIUS, QUO JACET... 

       Para que se comprenda su ejemplo; el de haber donado este  venerable templo. Aquí descansará para siempre en el Reino de León.