www.ileon.com/politica/.../el-efebo-hispano-i-la-tradicion-cofrade (I)
El “indígena” (III)
Epílogo
La
recuperación del crucifijo tallado por el “indígena”, de nombre cristiano Evelio,
le supuso a Chencho, nuestro niño protagonista, actor de un rescate más
emocional que real de tal pieza, un final feliz por cuanto ya no sólo tenía en
su poder la talla del crucificado, sino también algo con lo que no contaba: un
libro manuscrito elaborado por el hermano de su abuelo Perfecto, Inocencio
Morudo, un fraile Dominico muy comprometido,
al que el amor humano le cambió la vida consagrada.
La conjunción de
ambas piezas en su poder, obraron en Chencho una extraña responsabilidad que no
acertaba a valorar. Se sentía favorecido por la fortuna, con responsabilidad de
mayor pero dentro del disfrute infantil siempre en lontananza, donde lo apetecible
tarda en llegar, y lo conseguido pasa rápido, cual el añorado dulce sabor
del pastel de cumpleaños, siempre precursor
de algún que otro regalo.
El “indígena”, aquél
extraño personaje de ascendencia Maya, heredero de habilidades artísticas, cuya
presencia sorpresiva quedó reflejada como
un fugaz encuentro de apenas cuarenta y cinco minutos en la vida del
niño, había conseguido dejarle una enorme impresión adornada de un extraño
regusto: no saber si en verdad quería
volver a verlo más.
Largos
años después, cuando ya no lo esperaba, tuvo
noticias suyas. Para entonces, los azares de su joven vivir casi habían
conseguido que la imagen de Evelio fuera perdiendo nitidez, se estuviera
desdibujando.
Las noticias llegaron en forma de carta. Ésta un buen día
apareció sobre su mesa de estudio; no
por ensalmo, y sin misterio, simplemente la había colocado su padre, cerrada y
a su nombre; el cartero la había traído
junto a otras.
El remite le
supuso un punto de confusión: Evelio Morudo, se podía leer en el dorso. Era el
“indígena”, quien, al apellidarse así, quería ser considerado como parte de la
familia. Para entonces Chenco que le gustaba mostrarse como un joven ilustrado,
estaba iniciando estudios universitarios. Y ya habían transcurrido casi diez
años de aquel breve encuentro en el que se le presentó: “soy tío de tu papá”;
algo que le supuso gran sorpresa y dudosa acogida.
De la vida sabía
lo que sabía, más de lo que sus padres suponían, pero todo pendiente de
asentar. Del libro sobre el efebo, leído a retazos en su niñez, y con detenimiento especial en la actualidad,
algunos episodios le empujaban a entender cada vez mejor a Inocencio y a
Evelio. En especial a éste, un adolescente indio, que ahora, en la misiva, nos
alertaba sobre su otro yo, como miembro de la etnia Mame, que había estudiado
en el idioma español, y acogió con agrado la doctrina que el padre Inocencio
trataba de hacer comprender a sus feligreses allá en Guatemala, y él llegó a
seguirle con fidelidad de enamorado.
La carta recibida
estaba escrita a mano, con trazo seguro, firme, de aguda caligrafía que a buen
seguro merecería un buen estudio grafológico. Tal vez, más adelante, se lo pediría a Gonzalo, experto en esa disciplina, también
papón de “Angustias y Soledad”, y un buen amigo de ellos. Pero por el momento sentía un especial rechazo a dar a conocer el
contenido de ella.
Volvió a leerla,
esta vez con deliberado detenimiento. El
“Querido Chenco” de inicio, abría un pliego de buenos propósitos, “Voy a
tratar de aclarar algo que ya estarás en disposición de comprender, pero no sin
antes desearos lo mejor para toda la familia”; he ahí un interés participativo
que venía a corroborar su primigenio deseo, mostrado aquel día cuando para Chencho era un extraño
nada más.
“Vivir con Inocencio ahí en España, el Padre Inocencio
acá en Guatemala, ha sido lo mejor de mi vida”. Y a continuación venía la
posible aclaración: “hemos compartido todo como pareja de hecho en Sitges”.
Esto era lo que venía sospechando Chencho, el libro le había alertado: el efebo
citado en sus páginas, aunque con el nombre de Evaristo, era Evelio, un joven
nativo que empezó a seguir sus predicaciones, y acabó acompañando al hombre, en
mente y cuerpo, a un religioso
confundido dentro del blanco hábito dominico; todo un símbolo que, seguro, no
le resultaba nada fácil abandonar.
Las dudas y
vacilaciones del fraile se evidenciaban en aquel <> con el que, en distintos
pasajes del libro, una y otra vez, pretendía Inocencio descargar la conciencia. Sin duda quería limpiar su mente del
<>. Así de sencillo y así de
complicado.
La epístola no
aclaraba nada más al respecto. Era suficiente. Y marcaba un final:
“desaparecido Inocencio, vencido por las malignas secuelas de paludismo que se
agudizaban con cada crisis, como ya te anuncié en el encuentro, en el colmo de
repartir entre los dos, hasta el virus de la hepatitis, que a él vino a
complicarle aún más su delicada salud y le llevó a la muerte, se ha instalado
ahora en mí.”
“Justo en
aquellos momentos de dolor, solo y un tanto perdido, a mi socio en el trabajo,
un anticuario y restaurador de muebles de época en Sitges, le comuniqué que muy
pronto me volvería a mi país”. “Ahora, acuciado por esa dolencia hepática que
ya no sabían cómo tratarme en España”, he vuelto aquí, a Izabal, en la orilla
de río Dulce en Guatemala, donde aún tengo directos antecedentes familiares. Puede
que un Chamán bien intencionado me
saque del interior la dolencia física”… “la otra, la sentimental, incorporada como
recuerdo en la mente, perdurará y no
aspiro a otra cosa.
“No fue fácil la
decisión de regresar a mi país, pero, acuciado por el mal, al fin lo hice portando
una buena parte de las cenizas de Inocencio, supuestamente las del predicador
espiritual que aquí trató expandir la fe. En el lago Izabal, que tanto le
gustaba, aguas adentro deposité, cual si fuera un transparente columbario, la
arqueta que contenía sus cenizas. La otra parte, puede que las del humano con el
que compartí todo, ya se lo he explicado con detenimiento a tu padre y a tu
abuelo, también por escrito, se las entregué al Mediterráneo, el mar en cuya orilla fuimos componiendo un pausado vivir que procurábamos no malgastar.”
Cerraba la carta
con una reflexión: “La vida, querido Chencho, que unos momentos pareció aproximarnos, y nos
supo a poco, acababa de enseñar su otro
rostro nada amable, el del dolor y la muerte,
haciendo imposible el acercamiento a vosotros, para contaros nuestra
verdad. Algo que Inocencio, y yo a su
lado, pretendimos largamente. El cómo afrontarlo, siempre cual sombra
dubitativa, fue objeto de sostenidas elucubraciones, sin oscas controversias,
en un sencillo dejar fluir los pareceres que parecían ir y venir con la olas
del Mediterráneo. ¡Ya no podrá ser!”
“Ahora sí que la
despedida parece definitiva. En tu poder
está mi humilde talla de Cristo; y el libro manuscrito de Inocencio que no es
otra cosa que el relato dolorido de un religioso que amó desde la verdad de un
sentimiento humano y entregó a mi pueblo lo mejor de su saber evangélico.
Ya hablarás con tu
padre y con tu abuelo sobre mí. Hazlo sabiendo que, si así me lo permitís, me
consideraré muy honrado participando del mismo vínculo familiar.”
¡Adiós!
La rúbrica, con
la que sellaba la emotiva carta, se asemejaba a un armonioso dibujo en el que
creía leer Nimatuj.
Puede que fuera simple
coincidencia nada más, pero haberla recibido por Semana Santa, fechas claves en el sentir tradicional y
religioso de su familia leonesa, y la
petición final que había de trasladar a sus mayores, aportaba a Chencho un
nuevo apunte de emotividad, que, quisiera
o no, ese año habría de acompañarle en las marchas procesionales, de modo muy
especial durante la Procesión de los Pasos.
No hay comentarios :
Publicar un comentario