6 de abril de 2015

El Efebo Hispano

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 El  “indígena” (III)

Epílogo
La recuperación del crucifijo tallado por el “indígena”, de nombre cristiano Evelio, le supuso a Chencho, nuestro niño protagonista, actor de un rescate más emocional que real de tal pieza, un final feliz por cuanto ya no sólo tenía en su poder la talla del crucificado, sino también algo con lo que no contaba: un libro manuscrito elaborado por el hermano de su abuelo Perfecto, Inocencio Morudo, un fraile Dominico muy comprometido,  al que el amor humano le cambió la vida consagrada.


La conjunción de ambas piezas en su poder, obraron en Chencho una extraña responsabilidad que no acertaba a valorar. Se sentía favorecido por la fortuna, con responsabilidad de mayor pero dentro del disfrute infantil siempre en lontananza, donde lo apetecible tarda en llegar, y lo conseguido pasa rápido, cual el añorado dulce sabor del  pastel de cumpleaños, siempre precursor de algún que otro regalo.

El “indígena”, aquél extraño personaje de ascendencia Maya, heredero de habilidades artísticas, cuya presencia sorpresiva quedó reflejada como  un fugaz encuentro de apenas cuarenta y cinco minutos en la vida del niño, había conseguido dejarle una enorme impresión adornada de un extraño regusto: no saber  si en verdad quería volver a verlo más.

Largos años después, cuando ya no lo esperaba, tuvo  noticias suyas. Para entonces, los azares de su joven vivir casi habían conseguido que la imagen de Evelio fuera perdiendo nitidez, se estuviera desdibujando.

Las noticias  llegaron en forma de carta. Ésta un buen día apareció  sobre su mesa de estudio; no por ensalmo, y sin misterio, simplemente la había colocado su padre, cerrada y a su nombre;  el cartero la había traído junto a otras.

El remite le supuso un punto de confusión: Evelio Morudo, se podía leer en el dorso. Era el “indígena”, quien, al apellidarse así, quería ser considerado como parte de la familia. Para entonces Chenco que le gustaba mostrarse como un joven ilustrado, estaba iniciando estudios universitarios. Y ya habían transcurrido casi diez años de aquel breve encuentro en el que se le presentó: “soy tío de tu papá”; algo que le supuso gran sorpresa y  dudosa acogida.

De la vida sabía lo que sabía, más de lo que sus padres suponían, pero todo pendiente de asentar. Del libro sobre el efebo, leído a retazos en su niñez,  y con detenimiento especial en la actualidad, algunos episodios le empujaban a entender cada vez mejor a Inocencio y a Evelio. En especial a éste, un adolescente indio, que ahora, en la misiva, nos alertaba sobre su otro yo, como miembro de la etnia Mame, que había estudiado en el idioma español, y acogió con agrado la doctrina que el padre Inocencio trataba de hacer comprender a sus feligreses allá en Guatemala, y él llegó a seguirle con fidelidad de enamorado.

La carta recibida estaba escrita a mano, con trazo seguro, firme, de aguda caligrafía que a buen seguro merecería un buen estudio grafológico. Tal vez, más adelante,  se lo pediría a  Gonzalo, experto en esa disciplina, también papón de “Angustias y Soledad”, y un buen amigo de ellos. Pero por el  momento sentía  un especial rechazo a dar a conocer el contenido de ella. 
Volvió a leerla, esta vez con deliberado detenimiento. El  “Querido Chenco” de inicio, abría un pliego de buenos propósitos, “Voy a tratar de aclarar algo que ya estarás en disposición de comprender, pero no sin antes desearos lo mejor para toda la familia”; he ahí un interés participativo que venía a corroborar su primigenio deseo, mostrado  aquel día cuando para Chencho era un extraño nada más.

“Vivir con  Inocencio ahí en España, el Padre Inocencio acá en Guatemala, ha sido lo mejor de mi vida”. Y a continuación venía la posible aclaración: “hemos compartido todo como pareja de hecho en Sitges”. Esto era lo que venía sospechando Chencho, el libro le había alertado: el efebo citado en sus páginas, aunque con el nombre de Evaristo, era Evelio, un joven nativo que empezó a seguir sus predicaciones, y acabó acompañando al hombre, en mente y cuerpo,  a un religioso confundido dentro del blanco hábito dominico; todo un símbolo que, seguro, no le resultaba nada fácil abandonar.

Las dudas y vacilaciones del fraile se evidenciaban en aquel <> con el que,  en distintos pasajes  del libro, una y  otra vez, pretendía Inocencio  descargar la conciencia.  Sin duda quería limpiar su mente del <>. Así de sencillo y así de complicado.

La epístola no aclaraba nada más al respecto. Era suficiente. Y marcaba un final: “desaparecido Inocencio, vencido por las malignas secuelas de paludismo que se agudizaban con cada crisis, como ya te anuncié en el encuentro, en el colmo de repartir entre los dos, hasta el virus de la hepatitis, que a él vino a complicarle aún más su delicada salud y le llevó a la muerte, se ha instalado ahora en mí.”
“Justo en aquellos momentos de dolor, solo y un tanto perdido, a mi socio en el trabajo, un anticuario y restaurador de muebles de época en Sitges, le comuniqué que muy pronto me volvería a mi país”. “Ahora, acuciado por esa dolencia hepática que ya no sabían cómo tratarme en España”, he vuelto aquí, a Izabal, en la orilla de río Dulce en Guatemala, donde aún tengo directos antecedentes familiares. Puede que un Chamán bien intencionado me saque del interior la dolencia física”… “la otra, la sentimental, incorporada como recuerdo en la mente,  perdurará y no aspiro a otra cosa.

“No fue fácil la decisión de regresar a mi país, pero, acuciado por el mal, al fin lo hice portando una buena parte de las cenizas de Inocencio, supuestamente las del predicador espiritual que aquí trató expandir la fe. En el lago Izabal, que tanto le gustaba, aguas adentro deposité, cual si fuera un transparente columbario, la arqueta que contenía  sus cenizas.  La otra parte, puede que las del humano con el que compartí todo, ya se lo he explicado con detenimiento a tu padre y a tu abuelo, también por escrito, se las entregué al Mediterráneo,  el mar en cuya orilla fuimos componiendo  un pausado vivir  que procurábamos no malgastar.”

Cerraba la carta con una reflexión: “La vida, querido Chencho, que  unos momentos pareció aproximarnos, y nos supo a poco, acababa de  enseñar su otro rostro nada amable, el del dolor y la muerte,  haciendo imposible el acercamiento a vosotros, para contaros nuestra verdad.  Algo que Inocencio, y yo a su lado, pretendimos largamente. El cómo afrontarlo, siempre cual sombra dubitativa, fue objeto de sostenidas elucubraciones, sin oscas controversias, en un sencillo dejar fluir los pareceres que parecían ir y venir con la olas del Mediterráneo.   ¡Ya no podrá ser!”

“Ahora sí que la despedida parece definitiva.  En tu poder está mi humilde talla de Cristo; y el libro manuscrito de Inocencio que no es otra cosa que el relato dolorido de un religioso que amó desde la verdad de un sentimiento humano y entregó a mi pueblo lo mejor de su saber evangélico.
Ya hablarás con tu padre y con tu abuelo sobre mí. Hazlo sabiendo que, si así me lo permitís, me consideraré muy honrado participando del mismo vínculo familiar.”
¡Adiós!

La rúbrica, con la que sellaba la emotiva carta, se asemejaba a un armonioso dibujo en el que creía leer Nimatuj. 
                                   
Puede que fuera simple coincidencia nada más, pero haberla recibido por Semana Santa,  fechas claves en el sentir tradicional y religioso de su familia leonesa,  y la petición final que había de trasladar a sus mayores, aportaba a Chencho un nuevo apunte de emotividad,  que, quisiera o no, ese año habría de acompañarle en las marchas procesionales, de modo muy especial durante la Procesión de los Pasos.

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