19 de enero de 2017

Imperator toletanus

Estrenada en TV la Serie titulada  EL FINAL DEL CAMINO,   en la que nuestro Rey Alfonso VI,  si no aparece como personaje central, lo contado y novelado sí se corresponde con un importante momento de su reinado. Lo cierto es que  me trajo a la memoria que allá por los 90 del pasado siglo, cuando escribía relatos cortos para contar algo sobre algún rey leonés y su peripecia histórica, llegado el turno a Alfonso VI, inicié unos folios - porque en aquel entonces escribía a lapicero un borrador-  que han permanecido  hasta hoy en una carpetilla casi olvidada, que titulé: Alfonso VI, entre el Cid y el Conde Ansúrez.

Ahora en una de mis cotidianas pasadas por Facebook, encontré algo interesante respecto a la Serie citada, precisamente contado por alguien que se sitúa como “leonés hasta la médula”, recordando su participación como Decorador;  y no puedo menos que comentar algo respecto a lo que dice y transcribo:


Hola, soy el Decorador de la serie y leonés hasta la médula. Siempre hemos intentado ser lo más fieles a la realidad de la historia. A Alfonso VI lo veréis más o menos como fue. Un rey medieval, ambicioso, sanguinario y obsesionado con su legado y con el mismo. Un rey que mató a su hermano Sancho, encarceló a su otro hermano García para quedarse con los 3 reinos (León, Galicia y Castilla).
No veréis a un rey tipo Disney, os lo garantizo.



Tan sólo parecida veo yo la peripecia real, con relación a sus hermanos; si bien entiendo que se trata de un apunte.  
“Bravo”, Alfonso, sin duda; era necesario serlo en defensa de su reino y la permanente peripecia guerrera en pos de recuperar territorio
Que se cometieron aberraciones, no menos cierto; sin tratar de justificar nada, en el Medievo se llevaban así las cosas; pero los hechos históricos no dejan de estar expuestos a tergiversaciones más o menos interesadas. Y de ello podemos dar fe los leones.

No trato aquí de enmendar lo que Riesco nos ha dicho, está por tanto fuera de mi intención, pero sí dar mi parecer, antes de ofrecer a mis lectores, con sumo agrado por la concomitancia,  “los folios” olvidados de un relato inconcluso. A Sancho, el primogénito, rey de Castilla, inconformista,  y a Alfonso, rey de León,  segundogénito, no menos agresivo, les iba bien controlar la Galicia heredada por García, el tercer varón, por aquello de a más territorio mayor poder hegemónico, por el que ambos pugnaban. Tierras de Galicia que, en cuanto a una posible subsidiaridad, lo eran de León. Esperemos a ver que dice la Serie respecto al enfrentamiento entre leoneses y castellanos.  Si bien no va con esto la página que hoy propongo para su lectura, sino con sacar de su empolvada carpetilla un relato adormecido:


                              Alfonso VI, un “Bravo” Rey leonés

El Tenente Álvar Núñez, militarmente ataviado, estaba serio y expectante  aquella mañana de estreno primaveral en la fría urbe legionense de 1085. En la puerta oeste de la amurallada ciudad controlaba el proceder de los amanuenses que se esforzaban en componer el rol de fonsatum para nutrir las huestes del Conde Ansúrez. En verdad su presencia daba empaque al acto, pero sobre todo, y más allá de su rigor  marcial, venía en demandar rapidez para poner cuanto antes la mesnada a  disposición del Rey de León y de Castilla, Don Alfonso VI.

El Rey quería finalizar el largo asedio de Toledo, tomar la ciudad,  y asentar su persona como Imperator Totus Hipaniae.

Era grande el número de personas, en general de aspecto desaliñado, casi harapiento en muchos casos, que venían a inscribirse buscando conseguir con el fonsado unas pocas monedas cobrizas labradas en la cecas reales, como pago a servicios bélicos, cuando pasaran a nutrir la nómina que demandaba el Rey.

No era tal propiamente mi intención, en modo alguno lo buscaba, pero sí ponerme al servicio del rey. Había razones, mis razones, que me empujaban a ello. Para conseguirlo traía en mi extenuada faltriquera, un pergamino de recomendación y aval, que el hermano Nuño, del Monasterio de San Benito en Sahagún, había suscrito para que lo entregara al Tenente de la Torre,  don Álvar.

Procedente de Sahagún, donde vivía mi familia, labradores en tierra de presura, llegaba a pie siguiendo el sendero de peregrinos. A más de uno de éstos tuve oportunidad de conocerlo durante las jornadas andarinas, ellos, hacia la tumba del Apóstol, y yo a la ciudad de la sede real legionense, con  mis propios pensamientos.

Bullía en  mi mente “huir” de las labores agrícolas, exigentes y de pobre porvenir, de ahí que, alentado por el monje, buscara la capital legionense y de modo especial entroncar de alguna manera en el servicio real. 

Estaba sorprendido, no creí encontrar ni tanta gente, ni personas tan descuidadas en su aspecto exterior; por ello sentía cierta desilusión inicial al verme junto a ellos,  en tanto esperaba llegar al puesto ocupado por alguno de los amanuenses, y poder franquear la gran puerta de acceso a la urbe. Conseguido el primer propósito, y a modo de introducción,   lancé  al escribiente:
“Es mi intención presentarme ante el   Tenente Don Álvar Núñez.

El amanuense, levantó la vista con desgana, y sin frase alguna, dirigiendo la mirada hacia el jefe militar allí próximo, me hizo comprender que él era mi objetivo.

El gesto fue enérgico, y me sobresaltó, Don Álvar con la mano derecha, cuyo  dedo índice extendido señalaba el suelo muy próximo a él, acababa de presentarse y darme una orden. Ni le conocía, ni esperaba esa actitud de respuesta. Necesité de otro movimiento suyo, corto pero expresivo, una nueva orden gestual, para, emplazándome a su lado, lograr decir:
“Traigo un pergamino de presentación, don Álvar…
Y sacándolo del zurrón, se lo ofrecí vacilante.
No era una carta cualquiera la entregada; lo sabía, había sido elaborada por el monje con especial cuidado en cuanto escritura minuciosa y a el contenido.

El militar la leía con detenimiento. Yo permanecía estático. Al pronto me sorprendió con su voz firme, de tono grave, al decirme:
--¿Así que quieres servir a nuestro Rey?...
Y  al ver que yo, entre sorprendido y azaroso, me costaba reaccionar, continuó:
¿Sabes que nuestro señor Don Alfonso es tu Rey?
“Por supuesto, señor, claro que lo sé.
Alegué, sorprendiéndome yo mismo del énfasis que acababa de poner en la afirmación, para continuar:
“Mi padre, labrador en Sahagún, muy próximo al Monasterio, me ha hablado de él …
Un tanto envalentonado por la respuesta, añadí:
“Y no digamos el Hermano Nuño, mi valedor…

Es más, me estaba atreviendo a observarle, en especial su rostro curtido, sembrado de pequeñas cicatrices, sin duda alguna sufridas en mil y una batallas contra las huestes agarenas.  Recio, y de presencia física imponente, causaba respeto.  Si bien su mirada hacia mí era alentadora.

El entrecejo del militar sufrió un gestual tic cuando añadí:
“Tampoco ignoro, solté envalentonado,  que le dicen el “emperador de las dos religiones”…

Por su gesto reclamando silencio, y especialmente calma,  comprendí que estaba a punto de alcanzar mi objetivo de entrar al servicio del Rey.

Así, de modo sencillo, se fraguó mi viaje hacia Toledo, no era mi meta pero sí un principio de aproximación. Al parecer íbamos para unirnos a las tropas de nuestro Rey que en cuatro años de asedios y campañas bélicas, estaba deseando finalizar tomando la plaza. En tal sentido había instado al conde Ansúrez a prestarle ayuda; de ahí que, Álvar,  preparara un buen número de personas para sumarlas en principio a la fuerza condal. Así de sencillo, pero así de complejo para alguien como yo novato en tal parafernalia. 

Iba, por lo tanto, formando parte de la mesnada de Pedro Ansúrez, Conde de Carrión, Liébana y Saldaña. En marchas ligeras avanzamos, no sin fatiga por el largo recorrido, hasta alcanzar las proximidades de la ciudad de Toledo donde estaba emplazado el campamento real, y  últimamente permanecía el rey.

Pronto he de decir que no participé de modo especial en significativas refriegas. Siguiendo instrucciones directas de don Álvar mi puesto era en retaguardia y avituallamiento; la espada o la lanza no eran mis fuertes. Las letras y los números que el fraile Nuño se había empeñado en enseñarme, me estaba trazando otro camino.

El victorioso día de la rendición y entrada en la urbe toledana, estando al lado de Álvar Núñez, tuve oportunidad de ver fugazmente a Don Alfonso, moviéndose con la soltura del vencedor y de quien ha heredado un regio porte. Poco más podría añadir, pareciéndome alegre por haber conseguido la rendición. Iba acompañado por el Conde Ansúrez, y rodeado de un no muy numeroso séquito, pero bien aclamado.  Ocurría dentro de una ciudad que muy bien conocía, no en balde fue su refugio, cuando su hermano Sancho le despojó transitoriamente de la corona leonesa.

Tomaba posesión de Toledo, venía a  poner en valor su figura como Rey Leonés, asentando la idea imperial leonesa, algo que desde tiempo atrás tenía en mente. Era el 25 de mayo de 1085, fecha que marcaba esa supremacía sobre otros territorios.

Pasadas las emociones de los primeros momentos, y ¡los largos días de espera que pesaban lo suyo!, no tardé en preguntarme que hace un “facundino” como yo en Toledo. Hasta que a mi protector, don Álvar, sin duda alguna hombre de gran confianza de Pedro Ansúrez,  le fue encomendada la custodia de la reina Constanza, y me avisó que permanecería a su lado.

Se consolidaba mi destino, y por frases sueltas, intercaladas, para indicarme mi ocupación futura, empecé a sentirme un tanto  importante ante lo que parecía ser un cargo en la “intendencia”,  dentro del séquito de la reina consorte, algo que, en verdad , no dejaba de ser otro modo de servir al Rey.

Con su voz recia, muy propia de un aguerrido militar, pero con sencillas palabras que yo pudiera comprender el contenido, me explicó  cómo la dinámica guerrera del momento, demandaba acercarse más al centro peninsular, y así establecer la corte en Toledo, aunque supusiese alejamiento de la amurallada urbe legionense.


Cuando realmente puedo decir que empecé a desarrollar mi cometido, fue durante el viaje hacia Sahagún formando parte de la  comitiva de la Reina,  y, por supuesto, durante la permanencia en la Villa. Pretendía la reina que se construyera un palacio en Sahagún, y no tardó en dar su placet a la propuesta de edificarlo junto al Monasterio de San Benito; cumplía así su primer objetivo.

Para mí, un sencillo descendiente de labriegos, se me antojaba como una gran señora, de aspecto llamativo, controlando con criterio las situaciones. Su trato, un tanto altivo,  yo lo interpretaba como inherente  a su papel de reina consorte. En su voz se apreciaba un sonsonete extranjero, y en bastantes ocasiones procuraba pronunciar palabras leonesas, más comprensibles para quienes éramos de esta tierra.
 
Aunque no me consideraba  demasiado observador, y sí de tan inocente mirada como de comprensión, creí apreciar un especial trato entre la Reina y su jefe de guardia personal, quien, por supuesto,  no era otro que mi admirado valedor don Álvar.  Los modales del militar eran, cuando menos, desenvueltos, para la labor que le había sido encomendada. Se nutría la apreciación de la proximidad entre reina y militar, a través de detalles sueltos y observaciones del comportamiento de ambos, siempre a distancia,  como no podía ser de otra manera, dada mi simple condición y puesto en el séquito…

A partir de aquí, una parte muy mollar del relato, sin perder de vista a los reyes, iba a estar, según apuntes esquemáticos conservados en los folios del dosier, compuesta por los aconteceres de  Silvio - así tenía pensado nominar al labrantín reconvertido-  ése que volvía a Sahagún en un ambiente de trabajo y dedicación muy distinto al de salida hacia la urbe y sede real.
Pero de momento ahí quedaba la historia…

Respecto al punto: relación Reina y militar, insinuado al albur,  curiosamente ha venido a tener similitud con lo planteado en la Serie.


7 de enero de 2017

La Plaza del Grano

Algo tengo escrito en torno a ella. 

Hoy recordaré un título que cobijaba la defensa vecinal firme que paró una catástrofe constructiva remodeladora. Y vigiló durante el año 2003. 
Era su título:

La Plaza del Grano, los soportales y el adobe
Merced a los buenos oficios del colectivo de vecinos Plaza del Grano, se  consiguió frenar el ímpetu destructor, con trasfondo especulativo, que también había sentenciado la casa porticada de la esquina más emblemática de tan hermosa como histórica plaza de la capital leonesa.


                           Óleo, Pedro G. Beristain. 1996

Se temía, y luego se pudo comprobar lo atinado del temor, que al socaire del derribo de unas casas lindantes a la que nos ocupa, “sin querer” sufriera ésta tal gravedad en su añosa estructura que “se hiciera necesario” derribarla.
La desprotección parcial de su entorno, las aguas pluviales que la trabajaban dañinamente durante la espera de los acuerdos municipales y  autonómico patrimoniales, en tanto  se  trataba de convencer o más bien entretener a los vecinos antedichos, a lo que había de sumarse  el roncar agitador de las excavadoras en las obras adyacentes, se pretendía que todo ello supusiera el preludio de una muerte deseada. 

La presión ciudadana ante el consistorio no decreció, los daños en el inmueble no pasaron a mayores debido a la presión ejercida sobre el constructor, y el acuerdo final alcanzado pasaba por restaurar y consolidar la casa porticada, con más de cien años de historia ante sí, usando materiales recuperados e idóneos para ello.
A tenor de lo que se dijo y  se trató de hacer,  con relación a esa casa, tal parece que había quienes pretendían olvidar que el adobe fue un elemento de vital importancia en nuestras edificaciones de antaño.  Su materia prima básica, la arcilla, el barro arcilloso, más la paja que actuaba como congruente debidamente moldeado en piezas rectangulares, bien oreadas y  llamadas adobes, fueron el “ladrillo” de la época.
Junto a tan primitivo, pero agradecido elemento que aislaba tanto del calor como del frío, la robusta y fiable madera de roble, y de muy especial manera el humilde pero generoso chopo leonés, fueron  los componentes constructivos que se manejaron. 

Su porte, su historia, su belleza elemental, perdura gracias a quienes desde su vecindad, cotidiano vivir, y su comprensión,  se propusieron, contra viento y marea, que en forma de “Patrimonio”, Ayuntamiento y especulación constructiva,  no se hiciera llegar su hora. 

Y está enhiesta, a pesar de su corta estatura, cobijadora de ensueños en el soportal de su inocencia antañona. Resguardo, amparo y sencilla diafanidad en su porticado aspecto que no emboza ni oculta, cuando más protege,  en una plaza que es la suya, o porque ella con su  donaire participa en la conformación del entorno del empedrado suelo del recinto que fue, no hace demasiado tiempo, lugar de transacciones entre agricultores y consumidores leoneses…


Cuando a la última amenaza, ésta sobre el pavimento de canto rodado, se hacía imprescindible responder, nuestro galardonado vecino  Antonio Gamoneda escribió una bellísima carta al alcalde. La  titulo “Carta muy abierta”.  Me ilusionó por el porte literario y el contenido incontestable. De ella me permití la licencia de, tomando jugosas frases e ideas, componer un escrito, que fue publicado, en  ileón. com, (24 de enero de 2014), Allí se puede leer en toda su extensión y  aquí su inicio:

“Mercadear en la Plaza del Grano

Antonio Gamoneda(*) ha escrito.  Y aunque no fuera más que por su bello estilo, yo, que no soy más que un sencillo convecino, escuchado el suave clamor que fluye de su letra, bien galardonada por cierto, aferrado a su decir,  no me importaría acudir al alcalde, por si no ha tenido tiempo de leer su  gran “Carta muy abierta”.
Señor Gutiérrez, le diría, por si aún no ha podido hacerlo, permítame que le invite a escuchar  la voz del arte,  el de decir las cosas, con el cadencioso fluir de una petición razonada, pero no para quedarse en la prosa,  algo muy posible dado su encanto, que en este caso a tramos  se nos antoja poesía,  sino, impregnado de la mejor esencia salvadora, decidirse a observar la  “Plaza del Grano”, y,  “haga conmigo, por favor, una contemplación intelectual del lugar y fije su mirada… canto rodado, soportales…la horizontalidad arquitectónica de la plaza…hacen que siga siendo muy digna de respeto… en lo que concierne a la composición espacial y a la caracterización histórico-antropológica.”



Estamos iniciando el 2017, tres años después,  y el tema aún colea. Se retuerce en el tiempo la idea devastadora de lo antiguo, aunque se habla de parciales arreglos, y sigue latente la amenaza. Podemos leer en Leonoticias.


No es un canto lírico, ni una elegía que suene a funeral,  si acaso  prosa con sabor a verso enamorado y compartido hacia un espacio urbano medieval amenazado. Escrito está por Luis Artigue en un post.  Lo suscribo. No peno porque a mí no se me haya ocurrido pergeñar algo así en su defensa, me conformo con poder compartir tal idea protectora  lanzada en  favor de la Plaza del Grano…que rubrica:
¡¡“Estás preciosa como eres”!!!