Estrenada en TV la Serie
titulada EL FINAL DEL CAMINO, en la que nuestro Rey Alfonso VI, si no aparece como personaje central, lo
contado y novelado sí se corresponde con un importante momento de su reinado. Lo cierto es que me trajo a la memoria que allá por los 90 del pasado siglo, cuando escribía
relatos cortos para contar algo sobre algún rey leonés y su peripecia
histórica, llegado el turno a Alfonso VI, inicié unos folios - porque en aquel
entonces escribía a lapicero un borrador-
que han permanecido hasta hoy en
una carpetilla casi olvidada, que titulé: Alfonso VI, entre el Cid y el Conde
Ansúrez.
Ahora en una de mis cotidianas
pasadas por Facebook, encontré algo interesante respecto a la Serie citada, precisamente
contado por alguien que se sitúa como “leonés hasta la médula”, recordando su
participación como Decorador; y no puedo
menos que comentar algo respecto a lo que dice y transcribo:
Hola, soy el Decorador de
la serie y leonés hasta la médula. Siempre hemos intentado ser lo más fieles a
la realidad de la historia. A Alfonso VI lo veréis más o menos como fue. Un rey
medieval, ambicioso, sanguinario y obsesionado con su legado y con el mismo. Un
rey que mató a su hermano Sancho, encarceló a su otro hermano García para
quedarse con los 3 reinos (León, Galicia y Castilla).
No veréis a un rey tipo Disney, os lo garantizo.
No veréis a un rey tipo Disney, os lo garantizo.
Tan sólo parecida veo yo la
peripecia real, con relación a sus hermanos; si bien entiendo que se trata de
un apunte.
“Bravo”, Alfonso, sin duda; era necesario serlo en defensa de su reino y la permanente peripecia guerrera en pos de recuperar territorio.
Que se cometieron aberraciones, no menos cierto; sin tratar de justificar nada, en el Medievo se llevaban así las cosas; pero los hechos históricos no dejan de estar expuestos a tergiversaciones más o menos interesadas. Y de ello podemos dar fe los leones.
“Bravo”, Alfonso, sin duda; era necesario serlo en defensa de su reino y la permanente peripecia guerrera en pos de recuperar territorio.
Que se cometieron aberraciones, no menos cierto; sin tratar de justificar nada, en el Medievo se llevaban así las cosas; pero los hechos históricos no dejan de estar expuestos a tergiversaciones más o menos interesadas. Y de ello podemos dar fe los leones.
No trato aquí de
enmendar lo que Riesco nos ha dicho, está por tanto fuera de mi intención, pero
sí dar mi parecer, antes de ofrecer a mis lectores, con sumo agrado por la concomitancia, “los folios” olvidados de un relato inconcluso.
A Sancho, el primogénito, rey de Castilla, inconformista, y a Alfonso, rey de León, segundogénito, no menos agresivo, les iba bien
controlar la Galicia heredada por García, el tercer varón, por aquello de a más
territorio mayor poder hegemónico, por el que ambos pugnaban. Tierras de
Galicia que, en cuanto a una posible subsidiaridad, lo eran de León. Esperemos
a ver que dice la Serie respecto al enfrentamiento entre leoneses y
castellanos. Si bien no va con esto la
página que hoy propongo para su lectura, sino con sacar de su empolvada
carpetilla un relato adormecido:
Alfonso VI, un “Bravo” Rey leonés
El Tenente Álvar Núñez,
militarmente ataviado, estaba serio y expectante aquella mañana de estreno primaveral en la
fría urbe legionense de 1085. En la puerta oeste de la amurallada ciudad controlaba
el proceder de los amanuenses que se esforzaban en componer el rol de fonsatum
para nutrir las huestes del Conde Ansúrez. En verdad su presencia daba empaque
al acto, pero sobre todo, y más allá de su rigor marcial, venía en demandar rapidez para poner
cuanto antes la mesnada a disposición
del Rey de León y de Castilla, Don Alfonso VI.
El Rey quería finalizar
el largo asedio de Toledo, tomar la ciudad, y asentar su persona como Imperator Totus
Hipaniae.
Era grande el número de
personas, en general de aspecto desaliñado, casi harapiento en muchos casos,
que venían a inscribirse buscando conseguir con el fonsado unas pocas monedas
cobrizas labradas en la cecas reales, como pago a servicios bélicos, cuando
pasaran a nutrir la nómina que demandaba el Rey.
No era tal propiamente
mi intención, en modo alguno lo buscaba, pero sí ponerme al servicio del rey.
Había razones, mis razones, que me empujaban a ello. Para conseguirlo traía en
mi extenuada faltriquera, un pergamino de recomendación y aval, que el hermano
Nuño, del Monasterio de San Benito en Sahagún, había suscrito para que lo
entregara al Tenente de la Torre, don Álvar.
Procedente de Sahagún,
donde vivía mi familia, labradores en tierra de presura, llegaba a pie
siguiendo el sendero de peregrinos. A más de uno de éstos tuve oportunidad de
conocerlo durante las jornadas andarinas, ellos, hacia la tumba del Apóstol, y
yo a la ciudad de la sede real legionense, con
mis propios pensamientos.
Bullía en mi mente “huir” de las labores agrícolas,
exigentes y de pobre porvenir, de ahí que, alentado por el monje, buscara la
capital legionense y de modo especial entroncar de alguna manera en el servicio
real.
Estaba sorprendido, no
creí encontrar ni tanta gente, ni personas tan descuidadas en su aspecto
exterior; por ello sentía cierta desilusión inicial al verme junto a
ellos, en tanto esperaba llegar al
puesto ocupado por alguno de los amanuenses, y poder franquear la gran puerta
de acceso a la urbe. Conseguido el primer propósito, y a modo de introducción, lancé al escribiente:
“Es mi intención presentarme
ante el Tenente Don Álvar Núñez.
El amanuense, levantó la
vista con desgana, y sin frase alguna, dirigiendo la mirada hacia el jefe militar
allí próximo, me hizo comprender que él era mi objetivo.
El gesto fue enérgico, y
me sobresaltó, Don Álvar con la mano derecha, cuyo dedo índice extendido señalaba el suelo muy
próximo a él, acababa de presentarse y darme una orden. Ni le conocía, ni
esperaba esa actitud de respuesta. Necesité de otro movimiento suyo, corto pero
expresivo, una nueva orden gestual, para, emplazándome a su lado, lograr decir:
“Traigo un pergamino de
presentación, don Álvar…
Y sacándolo del zurrón,
se lo ofrecí vacilante.
No era una carta
cualquiera la entregada; lo sabía, había sido elaborada por el monje con
especial cuidado en cuanto escritura minuciosa y a el contenido.
El militar la leía con
detenimiento. Yo permanecía estático. Al pronto me sorprendió con su voz
firme, de tono grave, al decirme:
--¿Así que quieres
servir a nuestro Rey?...
Y al ver que yo, entre sorprendido y azaroso,
me costaba reaccionar, continuó:
¿Sabes que nuestro señor
Don Alfonso es tu Rey?
“Por supuesto, señor,
claro que lo sé.
Alegué, sorprendiéndome
yo mismo del énfasis que acababa de poner en la afirmación, para continuar:
“Mi padre, labrador en
Sahagún, muy próximo al Monasterio, me ha hablado de él …
Un tanto envalentonado
por la respuesta, añadí:
“Y no digamos el Hermano
Nuño, mi valedor…
Es más, me estaba
atreviendo a observarle, en especial su rostro curtido, sembrado de pequeñas
cicatrices, sin duda alguna sufridas en mil y una batallas contra las huestes agarenas.
Recio, y de presencia física imponente, causaba
respeto. Si bien su mirada hacia mí era
alentadora.
El entrecejo del militar
sufrió un gestual tic cuando añadí:
“Tampoco ignoro, solté envalentonado, que le dicen el “emperador de las dos
religiones”…
Por su gesto reclamando
silencio, y especialmente calma, comprendí
que estaba a punto de alcanzar mi objetivo de entrar al servicio del Rey.
Así, de modo sencillo,
se fraguó mi viaje hacia Toledo, no era mi meta pero sí un principio de
aproximación. Al parecer íbamos para unirnos a las tropas de nuestro Rey que en
cuatro años de asedios y campañas bélicas, estaba deseando finalizar tomando la
plaza. En tal sentido había instado al conde Ansúrez a prestarle ayuda; de ahí
que, Álvar, preparara un buen número de
personas para sumarlas en principio a la fuerza condal. Así de sencillo, pero
así de complejo para alguien como yo novato en tal parafernalia.
Iba, por lo tanto,
formando parte de la mesnada de Pedro Ansúrez, Conde de Carrión, Liébana y
Saldaña. En marchas ligeras avanzamos, no sin fatiga por el largo recorrido,
hasta alcanzar las proximidades de la ciudad de Toledo donde estaba emplazado
el campamento real, y últimamente
permanecía el rey.
Pronto he de decir que
no participé de modo especial en significativas refriegas. Siguiendo
instrucciones directas de don Álvar mi puesto era en retaguardia y
avituallamiento; la espada o la lanza no eran mis fuertes. Las letras y los
números que el fraile Nuño se había empeñado en enseñarme, me estaba trazando
otro camino.
El victorioso día de la
rendición y entrada en la urbe toledana, estando al lado de Álvar Núñez, tuve
oportunidad de ver fugazmente a Don Alfonso, moviéndose con la soltura del
vencedor y de quien ha heredado un regio porte. Poco más podría añadir,
pareciéndome alegre por haber conseguido la rendición. Iba acompañado por el Conde
Ansúrez, y rodeado de un no muy numeroso séquito, pero bien aclamado. Ocurría dentro de una ciudad que muy bien
conocía, no en balde fue su refugio, cuando su hermano Sancho le despojó
transitoriamente de la corona leonesa.
Tomaba posesión de
Toledo, venía a poner en valor su figura
como Rey Leonés, asentando la idea imperial leonesa, algo que desde tiempo
atrás tenía en mente. Era el 25 de mayo de 1085, fecha que marcaba esa
supremacía sobre otros territorios.
Pasadas las emociones de
los primeros momentos, y ¡los largos días de espera que pesaban lo suyo!, no
tardé en preguntarme que hace un “facundino” como yo en Toledo. Hasta que a mi
protector, don Álvar, sin duda alguna hombre de gran confianza de Pedro Ansúrez, le fue encomendada la custodia de la reina
Constanza, y me avisó que permanecería a su lado.
Se consolidaba mi
destino, y por frases sueltas, intercaladas, para indicarme mi ocupación
futura, empecé a sentirme un tanto
importante ante lo que parecía ser un cargo en la “intendencia”, dentro del séquito de la reina consorte, algo
que, en verdad , no dejaba de ser otro modo de servir al Rey.
Con su voz recia, muy
propia de un aguerrido militar, pero con sencillas palabras que yo pudiera
comprender el contenido, me explicó cómo
la dinámica guerrera del momento, demandaba acercarse más al centro peninsular,
y así establecer la corte en Toledo, aunque supusiese alejamiento de la
amurallada urbe legionense.
Cuando realmente puedo
decir que empecé a desarrollar mi cometido, fue durante el viaje hacia Sahagún formando
parte de la comitiva de la Reina, y, por supuesto, durante la permanencia en la
Villa. Pretendía la reina que se construyera un palacio en Sahagún, y no tardó
en dar su placet a la propuesta de edificarlo junto al Monasterio de San
Benito; cumplía así su primer objetivo.
Para mí, un sencillo
descendiente de labriegos, se me antojaba como una gran señora, de aspecto llamativo,
controlando con criterio las situaciones. Su trato, un tanto altivo, yo lo interpretaba como inherente a su papel de reina consorte. En su voz se
apreciaba un sonsonete extranjero, y en bastantes ocasiones procuraba pronunciar
palabras leonesas, más comprensibles para quienes éramos de esta tierra.
Aunque no me consideraba demasiado observador, y sí de tan inocente
mirada como de comprensión, creí apreciar un especial trato entre la Reina y su
jefe de guardia personal, quien, por supuesto, no era otro que mi admirado valedor don Álvar. Los modales del militar eran, cuando menos, desenvueltos, para la labor que le
había sido encomendada. Se nutría la apreciación de la proximidad entre reina y
militar, a través de detalles sueltos y observaciones del comportamiento de
ambos, siempre a distancia, como no
podía ser de otra manera, dada mi simple condición y puesto en el séquito…
A partir de aquí, una
parte muy mollar del relato, sin perder de vista a los reyes, iba a estar,
según apuntes esquemáticos conservados en los folios del dosier, compuesta por los aconteceres de Silvio - así tenía pensado nominar al
labrantín reconvertido- ése que volvía a
Sahagún en un ambiente de trabajo y dedicación muy distinto al de salida hacia
la urbe y sede real.
Pero de momento ahí quedaba la historia…
Respecto al punto: relación Reina y militar, insinuado al albur, curiosamente ha venido a tener similitud con lo planteado en la Serie.
Respecto al punto: relación Reina y militar, insinuado al albur, curiosamente ha venido a tener similitud con lo planteado en la Serie.