26 de marzo de 2013

El ente autonómico y las Juntas Vecinales


Conviene recordar que en la primavera del año 1997 la Junta autonómica amenazaba a nuestras Juntas Vecinales, mediante el anteproyecto de Ley de Régimen Local de Castilla y León, en el que se abocaba a la supresión inmediata de aquéllas que coincidieran con la capitalidad del municipio, y otras por otros motivos tanto o más que discutibles.

El profesor Laureano M. Rubio, con ocasión de ello, elaboró un Manifiesto en defensa de las JJVV y del sistema de participación democrática de los concejos leoneses. Este escrito que transcribiré, fue cursado por la Asociación pro Identidad Leonesa, reforzado por un gran número de firmas  que obtuvimos de “prohombres” de León, y dirigido al presidente de las Cortes Autonómicas  a través de la institución Procurador del Común. 13 de Mayo 1997.


Manifiesto en apoyo de las Juntas Vecinales leonesas y de su sistema concejil

Ante la inminente Ley de Reforma de la Administración Local impulsada desde el marco legislativo de las Cortes de la actual Comunidad Autónoma de Castilla y León; ante la postura encontrada de las diferentes organizaciones políticas y ante el propio planteamiento poco claro y poco acorde con los derechos históricos y de la identidad de los pueblos de una Ley importantísima para el futuro de la provincia leonesa, los firmantes quieren manifestar:

1º Las Juntas Vecinales y el sistema de concejo abierto de vecinos son para los pueblos y gentes de León un patrimonio y un derecho histórico avalado por más de ocho siglos de historia, por el viejo Derecho Consuetudinario Leonés y por su carácter de legado transmitido de generación en generación en torno al cual se articuló y forjó la identidad leonesa desde el marco de las peculiares formas de poblamiento y autogestión  asamblearia directa.

2º Desde esta perspectiva se explica el mayor equilibrio social de nuestra provincia a lo largo de los siglos y la conservación de uno de los patrimonios comunales más ricos y variados de España. A su vez, hay que tener en cuenta que, frente a las denominadas Juntas Administrativas conservadas por otros pueblos de España, las Juntas Vecinales o Concejiles leonesas han sido y son aún más que meras instancias administrativas locales.

Nuestras Juntas Vecinales siempre ostentaros una impronta social, económica y cultural importante en tanto en cuanto no solo ordenaban la comunidad desde criterios nobles de solidaridad, colectivismo y comunitarismo, sino que se constituyeron a lo largo de los siglos como auténticos órganos de autogestión y garantía del proceso de nuestros pueblos ya que sobre ellas recayó la responsabilidad de ofrecer auxilio y bienestar social y económico, de aportar a sus gobernados a través del concejo, de las “facenderas”, del reparto de quiñones labrantíos y de leña, de la distribución y usos de agua, de la fiesta, de la vida y de la muerte.

3º Nuestras Juntas Vecinales y el Concejo de vecinos en el que se asientan, enraizadas en la fuerza de los “Hombres Libres” medievales y en las estructuras del viejo Reino de León fueron durante siglos y lo son aún hoy día la mejor muestra y manifestación de una gestión directa, propia y asamblearia sobre la que difícilmente podría incidir el antiguo caciquismo municipal. Gracias a esta gestión directa interesada y a la total desvinculación de podares foráneos, nuestras Juntas y nuestros pueblos han conservado un rico patrimonio comunal, unas prácticas solidarias y un colectivismo agrario que recientemente ha servido para dotar a nuestros pueblos de unos servicios que difícilmente hubieran podido soportar las exiguas arcas de muchos de nuestros pequeños y escasamente funcionales ayuntamientos.

4º Ni el Sistema actual, ni los políticos que nos representan, ni el poder legalmente establecido en torno a las Cortes y a la Junta de Castilla y León tienen capacidad moral ni derecho, que no pise el Derecho Histórico leonés, a consentir, permitir y en cierto modo alentar la desaparición de un patrimonio histórico, social, económico y cultural desde el pragmatismo de criterios tan peregrinos como el del la menguada vecindad, la ausencia de recursos materiales que gestionar, la pasividad social y ostentación de la capacidad municipal.
Los leoneses sabemos muy bien que nuestras Juntas Vecinales juegan aún hoy un papel social, sociológico y cultural en nuestros pueblos y su permanencia una garantía de futuro de éstos.

5º Nuestros dirigentes políticos tienen responsabilidad ante la Historia y ante el importante en legado transmitido por nuestros antepasados de articular los medios y las formas que garanticen el buen funcionamiento y la operatividad legal de nuestras Juntas. Tienen la obligación de dotarlas de un marco legal de actuación que a la vez controles la legalidad de sus actos mediante las correspondientes Ordenanzas o mediante el correspondiente asesoramiento de la Diputación (S.A.M).

Por todo lo cual, los firmantes de este manifiesto, “mujeres y hombres libres”, que lo único que les mueve es el sentimiento por una tierra, por sus gentes y por los más de 1.300 pueblos o comunidades concejiles de aldea, que son el principal valor de nuestra identidad leonesa, quieren expresar públicamente su apoyo incondicional a nuestras Juntas Vecinales, a nuestros Concejos vecinales y a cualquier otro legado o patrimonio histórico sociocultural que desde el buen quehacer, la lucha y el endeudamiento de nuestros predecesores, han llegado hasta nosotros.



                                                    Salamanca Ciudadanos y Agustin Lasai Rodriguez han compartido la foto de ARBA.

Me está resultando extraño no escuchar la voz autorizada de Laureano Rubio ahora cuando la amenaza viene de más allá, no sé si de más arriba, pero sí con más peligro; pues al propio peligro que supone el ente autonómico se añade el del gobierno PP de la nación, corre el año 2013.

Debo finalizar diciendo que en pro Identidad Leonesa, nunca recibimos contestación de las Cortes Autonómicas, si bien el Manifiesto y los escritos que le acompañaban constan en el expediente de la Asociación en el Procurador del Común. 



19 de marzo de 2013

UN CAPILLO PARA UN CONFESO


El rataplán destemplado de los tambores le trajo a la realidad del momento.  En tanto tomaba conciencia de donde estaba, trató de ajustarse con nervioso disimulo el capillo que, para respetar su relativo anonimato, le habían facilitado.

Un cofrade de escueta saya franciscana, noble presencia y ostensible desenvoltura, se lo había entregado al tiempo que se presentaba con voz calmosa: “ Soy el Abad, ¡tranquilo!, tu perdón está cerca”. En su mano derecha, tendida y sugerente, le mostraba plegado un pardo capillo... “pruébatelo, has de llevarlo, son las normas”, añadió.   Lo dicho, aún pronunciado en moderado tono, le repercutió en los oídos con fuerza, cual eco  propiciado por la amplia quietud del aula de Seminario Mayor próximo a la Catedral donde se encontraban.
                                       
 Obediente, y como para agradar, se lo colocó con prontitud.  Pero, no con menor presteza, se despojó de él diciendo: “bien, bien, me está bien”, aunque el envolvente ensombrecimiento de la prenda le hubiera causado, al pronto, un extraño efecto, además de entrecortarle el aliento.

      Como  envuelto en una burbuja pasó los momentos iniciales, los de su incorporación  a  la procesión en la plaza de Regla, para, en el pórtico de la Catedral, ante la columnata del locus appellationis, a los pies de la Virgen Blanca en el pedestal del parteluz, continuar como flotando en un mundo extraño de capillo para dentro.

       Mezcla de la tensión y del humano temor del momento,  no podía precisar si tras la petición de indulto que en alta voz el Abad, generoso, afable y solícito, formuló ritualmente,  el Alcalde de la capital había pronunciado su nombre. Sí resonaba aún en su interior el término ¡libertad!, tan añorado, y que el Regidor invocó en el decreto favorable del Gobierno.
Le reconfortó el hecho de que allí donde se impartió justicia para los legionenses medievales,  él acababa de conseguir el perdón durante la sobria pero sorprendente Semana Santa Leonesa,  a través de una Cofradía cuyos orígenes estaban en el Barrio ferroviario surgido en torno a la iglesia de San Francisco de la Vega.

Sin mover la cabeza, con temerosa rigidez cervical, tan sólo volviendo los ojos hacia uno y otro lado de la calle, veía a las gentes que presenciaban el cortejo procesional en el que, para su bien, se veía involucrado. Avanzaba casi siguiendo el  cadencioso toque de la Banda de la Cofradía, y para no destacar, procuraba, aunque nadie se lo había sugerido así, no salirse de la línea conformada con quienes le flanqueaban y arropaban.
       
       Creía percibir  la chispa de curiosidad en las múltiples miradas que  a buen seguro llevaban implícita una obligada pregunta, ¿qué habrá hecho?   Su respuesta hubiera sido clara: Soy algo más que un exconfeso que, formando parte de la procesión del Santo Cristo del Perdón, se está ganando la libertad.  ¡Tengo nombre y apellidos  que constan en el Registro Civil de León!, pues aquí, en la capital he nacido, y vivido casi la primera mitad de los años que tengo cumplidos.

       Menos mal que el capillo marrón franciscano, cubriendo su rostro, ocultaba el persistente rubor emanado de sus intimidades e impedía a sus antiguos paisanos emplazados en la angosta calle Ancha percibir tales zozobras.  Le confortaba en lo íntimo, aunque físicamente la aspereza del paño le rozara por demás la enrojecida nariz, convaleciente de un inoportuno resfriado. Lo había ganado en la fría prisión del Parque donde entre rejas cumplía condena... Hacia ella derivó sus pensamientos.

       Poco más allá de dos o tres semanas atrás, un funcionario de la prisión le había comunicado que el director quería verle. “Sorprendente noticia”, se dijo. No había tenido oportunidad de conocerlo, ni de haber entrado en el soleado despacho donde ahora le estaba recibiendo.  Esbozando una leve sonrisa, y señalando una silla le invitaba a tomar asiento ante la amplia mesa, tras la que, en confortable sillón, se aposentaba como máxima autoridad del lugar.
     
       Con aparente inocua entonación, al pronto le comunicó algo sensacional, por inesperado, directamente, sin matices: “Ha alcanzado el indulto que la Cofradía del Santo Cristo del Perdón propicia cada año para un recluso. Su buen comportamiento ha facilitado la obtención de esa medida de gracia.  Los catorce meses que aún le restan de estancia  como interno, se  esfumarán  de un plumazo”. Su sencilla actuación consistirá en acompañar voluntariamente a los papones del perdón en su penitencial recorrido.

      La contestación surgió de inmediato. Por supuesto agradecida y afirmativa. Y supuso el fin de la comunicación. Ninguno de los dos necesitaba más palabras; ni el director le vendía nada, ni él había suplicado éste tipo de libertad. Siempre se había considerado inocente, o engañosamente culpable para quienes le habían juzgado.

       El monótono caminar procesional le resultaba a ratos fastidioso, pero el vaivén de pensamientos y recuerdos puntuales adormecían su ansia de terminar y ser libre. Una conocida marcha que la Banda atacó con redoblado vigor al entrar en Ordoño II, le volvió al presente. A observar y a ser observado, como en un juego que empezaba a no disgustarle, y hasta le distraía aportándole templanza. 
  

    Él ya había pasado por tan amplia calle enmascarando su intimidad con otro capillo. Blanco y de suave tela entonces, portando sobre el hombro derecho una cruz.  A sus 16 vigorosos años quiso sentir el peso del madero. La procesión penitencial de hombres, conocida como del Silencio, le brindó ésa posibilidad, ¡ah!, y la ayuda decisiva de un hermano terciario amigo de sus padres.  Así, como penitente, había salido del templo de los Capuchinos entre rezos pausados del credo, dirigidos por frailes descalzos, coreado con grave voz por cientos de hombres.
       
         Aquélla había sido una experiencia, voluntaria y noble. Pero hoy, con  los papones del perdón, pasaba por otra que en cierto modo era una impuesta expiación. Sí, expiación, se repitió en mente, de un delito de hurto del que, estando cumpliendo la pena impuesta,  no se sentía culpable. Y así lo había sostenido siempre.  Mas, hoy ya huelga explicarlo.

       Por la calle Astorga la procesión se acercaba a su fin. El pitido de un tren le apercibió de lugar a donde abocaban. Un año más se cumplía el objetivo de los cofrades de hábito franciscano y farol de mano ferroviario. Y, como casi siempre, empezaba a dejarse sentir un frío seco y penetrante, que a él hoy lee estremecía y era bien conocido por los leoneses penitentes o espectadores.  ¡No era fácil ser papón!
      La iglesia de San Francisco, meta y refugio, estaba ya ahí. Sus amplias puertas suponían para él acogida, fin y libertad. No sentía cansancio, sí emoción. Un ligero temblor fruto de tal sentimiento y de la brisa nocturna le recorría el cuerpo a ramalazos.
      Le estaba esperando su esposa, la que nunca había dudado de él, y supuso un consuelo impagable. La vio expectante, apostada en las proximidades del templo, confundida entre las gentes del Barrio. Se habían cruzado sus miradas, sugerente y esperanzada la  suya; interrogante, como en un ¿qué tal estás?, la de ella.
       El momento del encuentro no debía demorarse. Ya en el templo así se lo comunicó al Abad, quien, durante el abrazo fraterno de despedida, y lleno de buenos deseos, le susurró: “no te quites si no quieres el capillo,  ya me lo devolverás, vete en paz.”. 


       Torpemente se santiguo ante Jesús del Perdón y entre parabienes de los cofrades y palmadas amistosas, alcanzó el modesto coche en el que su esposa le aguardaba. Sin demora, no como huida, sí en libertad, se fueron alejando del lugar.

   “Su” Semana Santa leonesa había finalizado por éste año. Tal vez, por qué no, superados o cuando menos adormecidos los malos recuerdos de la cárcel de León, volvería como espectador, ya nunca  imparcial, a observar a otro recluso que alcanzaba el homólogo don que le brindaba la generosa ayuda  de la Cofradía del Santo Cristo del Perdón.

      Errare humanum est…  y sus faltas objeto de perdón.

La UNESCO tiene la palabra. 1188 razones


A propósito del artículo de Margarita Torres:  1188 razones

Un muy agudo escrito que agradezco desde mi condición de leonesista comprometido. Cita ya de salida a Juan Pedro Aparicio, y apropósito de esa nominación y unas muy buenas consideraciones surgen los apuntes  siguientes: 
Juan Pedro Aparicio, fue desde siempre mi referente en el leonesismo sociocultural. 

De él recibí apoyo en mi forzado viaje en favor de la identidad leonesa, a través de la Asociación que trataba de defenderla, precisamente mediante la actuación ante las instituciones autonómicas y nacionales que no nos comprendían. Algunos logros se consiguieron. 

Discrepé de su actuación, en el pasaje que cita Margarita Torres, durante la celebración del 1100 aniversario del nacimiento del Reino de León, no por la defensa audiovisual de Las Cortes de Alfonso IX, un vídeo de gran valía sin duda, sino por la tolerancia que hubo de tener para con la Junta Autonómica, que consiguió que pasáramos el rubicón del natalicio con más pena que gloria. Conduzco al  lector a mi artículo en el que daba mi adiós al 1.100 aniversario:


Lo finalizaba así: Nos queda la Fundación León Real, un ambicioso proyecto municipal de iniciación, con vocación de perdurar. Y un excelente documental: León, cuna de parlamentarismo de Juan Pedro Aparicio, como final. Su personal empeño. Magnífica la película poniendo con justicia en valor las Cortes de 1188, la Carta Magna allí otorgada, y otras joyas leonesas. Me agrada poder felicitar a nuestro escritor leonés por el tratamiento dado al tema, lo que dice, y cómo lo dice. Sin duda un narrador de lujo. Pero me temo no poder repetirlo a la hora de encarar lo «global conmemorado».


Si no se ha prestado la debida atención al hito que supusieron las Cortes de 1188, cuna del parlamentarismo, ni a nivel leonés, como bien señala Margarita, ni nacional, más allá de unas palabras a modo de jaculatoria de D. Juan Carlos de Borbón, la razón y la culpa hay que buscarla en nosotros mismos, los leoneses.

Nos hemos estado dejando conducir siempre hasta donde otros, ajenos, han querido. La historia escrita durante el franquismo proclive a lo castellano, no supimos, ni tuvimos políticos preocupados de la transición a la democracia para acá en  ponerla en sus justos puntos y valores históricos. Incluso no han faltado quienes situándose como exégetas, que barrían para fuera de casa, la minimizaban  hasta límites insufribles.

Personalmente esta “ley del silencio”  que ha pesado sobre el propio valor de las Cortes de 1188, la he venido  denunciando en múltiples artículos de opinión recogidos en los medios leoneses; una modesta voz, pero machacona, el resultado prefiero dejarlo en bien acogido entre los leonesistas y poco más.

La puntilla nos la trata de asestar el ente autonómico al que nos adscribieron, muy  a pesar de los pasados esfuerzos de los ciudadanos leoneses. Es nuestro enemigo al que acompañan “nuestros” políticos, en tanto los leoneses , como ciudadanos de a pie, parecemos, por impotencia, cada vez más tolerantes.         

8 de marzo de 2013

San Miguel de Escalada


MC aniversario

Un relato corto, como modesta aportación mía a efeméride tan importante.
Se mueve este cuento, más fruto de la ensoñación que la inspiración, en torno a las sencillas peripecias de dos muchachos, cuando el monje Gonzalo centraba su curiosidad. Transcurría el mes de julio de 1944, justo cuando fue elegido Obispo de León, D. Luis Almarcha Hernández.  
  



Las huellas del monje Gonzalo

Buena la hizo su tío el día que le habló del monje Gonzalo. Aurelio, nuestro protagonista, ya no pudo quitar de su mente juvenil ir a conocer el lugar: San Miguel de Escalada. 
No quería ir solo, necesitaba que alguien le acompañara, y quién mejor que su primo Juanito. Buen acierto, pues no le puso ninguna objeción, incluso replicó con la propuesta de ir cuanto antes.

Y así un domingo, muy de mañana, partieron de Gradefes manejando sendas bicicletas. Con gran ánimo iniciaban la incursión, más que excursión por aquello de entrar en un terreno desconocido, el monumental e histórico, de lo que fue un gran Cenobio, y sobre el que flotaba aquella leyenda…
Cuando lleguéis a Casasola, les había dicho su tío, os habréis de desviar de la carretera e ir con dirección a Rueda, ¡del Almirante!, añadió con cierto énfasis; desde allí por camino de herradura llegareis al Monasterio.
A partir de Casasola no estaba resultando nada fácil el camino de tierra.  Se hacía largo, pero aquel perro ladrador que les persiguió un buen trecho les espoleó tanto que con ágil pedaleo alcanzaron su objetivo. Allí estaba el templo dedicado a San Miguel, en una altiplanicie elegida por unos primeros monjes venidos de Córdoba, cuando  la presión musulmana se les hacía allí insoportable, para  continuar en este lugar conocido como Escalada su vida monástica. 
Quiso la suerte que junto al templo encontraran a un “chaval”,  como le llamó Aurelio, un mozalbete, algo mayor que ellos,  que parecía entretenerse yendo de un lado para otro del pórtico sorteando los pilares, describiendo sucesivos ochos. Eran doce arcos de herradura sobre redondos pilares de tan fina esbeltez que le sorprendió.   El chaval paró su mareante distracción, y apoyándose en una columna del largo soportal, tomó una actitud de indecisa espera, sin dejar de mirarles.

¿Tú eres de aquí…? , le lanzó Juanito;  así, sin más, mientras Aurelio se acercaba al pórtico pues quería ver aquella ventana que su tío le había recomendado contemplar.  Estaba abierta en un robusto muro, constituida por una gran piedra horizontal con dos arcos tallados en herradura y una columnita central que le daba gran encanto. Permitía el paso de la luz, pero también el aire, que a poco de llegar al altozano ya habían notado como les secaba el sudor corporal del victorioso esfuerzo.
El  sí cauto que balbuceó el chico, tomó más valor al  acompañarlo de un ostensible golpe afirmativo de cabeza.  Parecía estar metido en unos pantalones que, siendo cortos, le bajaban a media pierna.  Ni las perneras  de gran amplitud, ni la cintura, que recogía con un tosco cinturón, eran de su talla.  Una tosca camisa a medio abrochar completaba su atuendo; eso sí, estaba bien peinado y se podía decir que aseado, incluida la desajustada pero limpia  vestimenta. 
Ni Aurelio ni Juanito se fijaron en ello;  parecía voluntarioso y dispuesto a ayudarles y eso valía. Y, como si hubiese leído sus pensamientos, no tardó en ofrecerse de guía para alcanzar el río Esla “siguiendo las huellas del Monje Gonzalo”, cual si hubiera adivinado su principal preocupación.
“Dejad aquí las bicis en el soportal, junto a la puerta, nadie las llevará,” afirmó persuasivo, en tanto Aurelio se apresuraba a tomar de la suya una mochila que contenía algunos bocadillos,  pues el rapaz ya había dado media  vuelta emprendiendo la marcha. Iba con paso muy ligero por lo que, para seguirlo, necesitaron a veces ensayar un trotecillo si no querían quedarse  atrás.
Me llamo Lorenzo, les informó a poco de tomar la última vereda que les acercaba al río.  “El monje Gonzalo ponía su capa sobre el agua y subido a ella vadeaba el río”, contó Lorenzo  pensando que ellos desconocían el dato, mientras esbozaba una sonrisa de cierta incredulidad y les miraba con fijeza. Aquí donde estamos, continuó, cubre mucho el río, no vayáis a pensar que no, es fuerte la corriente y además está muy fría el agua; unos datos de escaso valor  más allá de la leyenda del supuesto vadeo.
Era ya hora de comer, de modo que se acomodaron en la pradera, a la sombra de unos arbustos, y con presteza compartieron los bocadillos que había transportado Aurelio.  Lorenzo de vez en cuanto amenizaba  el ágape con la aportación de algún dato, tal como: “la capilla  aquélla, y señalaba hacia la otra orilla, restos de lo que debió ser, es a la que accedía el monje para rezar a la Virgen, el lugar lo llaman La Reguera”.
Y tratando de sorprenderles añadió: “Por las noches encendía  una candela a Santa María de Escalada, era como un faro de tenue luz temblorosa luciendo hasta el nuevo día. Dicen, remarcó, que no faltaba a la cita algún misterioso búho para acompañar con su ululante  canto,  de modo muy especial las noches plateadas por la luna.
Decidieron dar por finalizada la visita al río, y regresar. “Tenemos que entrar en el templo de San Miguel, recordó Lorenzo, “no lo habéis visto por dentro y allí os contaré algo”. Echaron una última mirada a la ermita y emprendieron el regreso con la latente incredulidad de estar pisando las huellas de aquel fraile llamado Gonzalo, que Lorenzo les marcaba.
Allí estaban las bicicletas, nadie las había tocado, precisamente junto a la puerta por la que los tres accedieron al interior del templo. Mi tía, les informó con una nota de orgullo en la voz, es la depositaria de la llave, y  muy celosa de su cometido como guardesa.
Hicieron un rápido recorrido, la luz del atardecer aún permitía ver con detalle  el interior cuya diafanidad no rompían los redondeados pilares, que prestaban  una doble misión: el vital sostén y la demarcación de las tres naves y los tres ábsides.  De pronto Lorenzo se paró en medio de la nave central, con un gesto de la mano les invitó a acercarse, hablaba en voz baja intentando no romper el silencio más allá de lo necesario.


Lo que os cuento ahora es algo que pocos saben”, hizo una enigmática pausa… “Allí, entre los dos pilares centrales, ésos que marcan los tres arcos de acceso al crucero, se da una circunstancia sorprendente; pero es necesario ejecutarla con decisión. Hay que situarse bien centrado y alineado con las dos columnas, extender ambos brazos hasta entrar en contacto con el mármol del pilar. De no llegar a alcanzar con los dedos ambos pilares a la vez, se ha de tocar primero el izquierdo y luego el derecho, permaneciendo la mano de este lado en contacto, y la izquierda en la misma posición.
Dicho esto se abrochó la camisa y se subió el cuello. No fue un gesto casual, pues el relato, en el fresco ambiente interior, vino a provocar en sus oyentes unos inevitables escalofríos ante el secreto que  les estaba desvelando.
“Probaréis los dos, dijo, y sólo uno cada vez, el otro permanecerá a mi lado en este mismo lugar.  Ahora os diré lo que ocurrirá: Sin dejar de tocar el suave mármol con ambas manos, o solo la derecha, colocados de cara al ábside central, daréis un paso adelante, más no es posible sin perder contacto con los pilares; es la norma básica para poder sentir una extraña fuerza proveniente de la bóveda del ábside, algo así como un gran vacío absorbente. Pero tranquilos, si  volvéis atrás, o seguís  hacia adelante perdiendo contacto con los pilares, se rompe el hechizo, y todo vuelve a la normalidad.”  ”¿Queréis probar?”
 Claro que quisieron. La emoción les invadía.
Tan sólo Aurelio creyó percibir algo que no supo definir, y que tiempo después, al intentar explicarlo, lo equipararía a una irreal inercia de ir cuesta abajo. Juanito ni eso; hizo dos intentos y se marchó en blanco. Cuestión de ensoñación.
Comentando lo sucedido, salieron del vacío templo, se hacía tarde para regresar a su pueblo, necesitaban aprovechar la luz del día que finalizaba. Se despidieron agradecidos de Lorenzo, que había sido un fabuloso guía, y,  además,  les había sorprendido con un “misterio”.
“Si venís otra vez, les anunció como promesa, veremos el panteón de los abades, allí se encierra la esencia de lo que fue el Cenobio.  Pero sobre todo me gustaría que fuera de noche, así disfrutaríais el interior del templo a la luz de la llama oscilante de un candil, cuando, hábilmente movido, las columnas proporcionan unos juegos de sombras que parecen tener vida propia, se desplazan, se alejan,  desaparecen y vuelven, asemejándose a los monjes en extraña procesión…
¡Vale! Respondieron ambos a la vez. Cerrando así los acontecimientos del día. 
Ya a bordo de las bicis le dijeron adiós en voz alta. Lorenzo se quedo un rato contemplando con rostro sonriente cómo se alejaban  los dos crédulos muchachos. Molesto con el atuendo, un disfraz bueno para  carnaval, se dirigió a casa, su papel había terminado con éxito.  
 El atardecer estaba ya agotado cuando Aurelio y Juanito entraban en Gradefes.