MC aniversario
Un relato corto, como modesta aportación mía a efeméride tan
importante.
Se mueve este cuento, más fruto de la ensoñación que la
inspiración, en torno a las sencillas peripecias de dos muchachos, cuando el
monje Gonzalo centraba su curiosidad. Transcurría el mes de julio de 1944,
justo cuando fue elegido Obispo de León, D. Luis Almarcha Hernández.
Las huellas del monje
Gonzalo
Buena la hizo su tío el día que le habló del monje
Gonzalo. Aurelio, nuestro protagonista, ya no pudo quitar de su mente juvenil
ir a conocer el lugar: San Miguel de Escalada.
No quería ir solo, necesitaba que alguien le acompañara,
y quién mejor que su primo Juanito. Buen acierto, pues no le puso ninguna
objeción, incluso replicó con la propuesta de ir cuanto antes.
Y así un domingo, muy de mañana, partieron de Gradefes
manejando sendas bicicletas. Con gran ánimo iniciaban la incursión, más que
excursión por aquello de entrar en un terreno desconocido, el monumental e
histórico, de lo que fue un gran Cenobio, y sobre el que flotaba aquella
leyenda…
Cuando lleguéis a Casasola, les había dicho su tío, os
habréis de desviar de la carretera e ir con dirección a Rueda, ¡del Almirante!,
añadió con cierto énfasis; desde allí por camino de herradura llegareis al
Monasterio.
A partir de Casasola no estaba resultando nada fácil
el camino de tierra. Se hacía largo,
pero aquel perro ladrador que les persiguió un buen trecho les espoleó tanto que
con ágil pedaleo alcanzaron su objetivo. Allí estaba el templo dedicado a San
Miguel, en una altiplanicie elegida por unos primeros monjes venidos de
Córdoba, cuando la presión musulmana se
les hacía allí insoportable, para
continuar en este lugar conocido como Escalada su vida monástica.
Quiso la suerte que junto al templo encontraran a un “chaval”, como le llamó Aurelio, un mozalbete, algo mayor que ellos, que parecía entretenerse yendo de un lado para otro del pórtico sorteando los pilares, describiendo sucesivos ochos. Eran doce arcos de herradura sobre redondos pilares de tan fina esbeltez que le sorprendió. El chaval paró su mareante distracción, y apoyándose en una columna del largo soportal, tomó una actitud de indecisa espera, sin dejar de mirarles.
Quiso la suerte que junto al templo encontraran a un “chaval”, como le llamó Aurelio, un mozalbete, algo mayor que ellos, que parecía entretenerse yendo de un lado para otro del pórtico sorteando los pilares, describiendo sucesivos ochos. Eran doce arcos de herradura sobre redondos pilares de tan fina esbeltez que le sorprendió. El chaval paró su mareante distracción, y apoyándose en una columna del largo soportal, tomó una actitud de indecisa espera, sin dejar de mirarles.
¿Tú eres de aquí…? , le lanzó Juanito; así, sin más, mientras Aurelio se acercaba al pórtico pues quería ver aquella ventana que su tío le había recomendado contemplar. Estaba abierta en un robusto muro, constituida por una gran piedra horizontal con dos arcos tallados en herradura y una columnita central que le daba gran encanto. Permitía el paso de la luz, pero también el aire, que a poco de llegar al altozano ya habían notado como les secaba el sudor corporal del victorioso esfuerzo.
El sí cauto que
balbuceó el chico, tomó más valor al
acompañarlo de un ostensible golpe afirmativo de cabeza. Parecía estar metido en unos pantalones que,
siendo cortos, le bajaban a media pierna.
Ni las perneras de gran amplitud,
ni la cintura, que recogía con un tosco cinturón, eran de su talla. Una tosca camisa a medio abrochar completaba
su atuendo; eso sí, estaba bien peinado y se podía decir que aseado, incluida
la desajustada pero limpia vestimenta.
Ni Aurelio ni Juanito se fijaron en ello; parecía voluntarioso y dispuesto a ayudarles
y eso valía. Y, como si hubiese leído sus pensamientos, no tardó en ofrecerse
de guía para alcanzar el río Esla “siguiendo las huellas del Monje Gonzalo”, cual
si hubiera adivinado su principal preocupación.
“Dejad aquí las bicis en el soportal, junto a la
puerta, nadie las llevará,” afirmó persuasivo, en tanto Aurelio se apresuraba a
tomar de la suya una mochila que contenía algunos bocadillos, pues el rapaz ya había dado media vuelta emprendiendo la marcha. Iba con paso
muy ligero por lo que, para seguirlo, necesitaron a veces ensayar un trotecillo
si no querían quedarse atrás.
Me llamo Lorenzo, les informó a poco de tomar la
última vereda que les acercaba al río. “El
monje Gonzalo ponía su capa sobre el agua y subido a ella vadeaba el río”,
contó Lorenzo pensando que ellos desconocían
el dato, mientras esbozaba una sonrisa de cierta incredulidad y les miraba con
fijeza. Aquí donde estamos, continuó, cubre mucho el río, no vayáis a pensar
que no, es fuerte la corriente y además está muy fría el agua; unos datos de
escaso valor más allá de la leyenda del
supuesto vadeo.
Era ya hora de comer, de modo que se acomodaron en la
pradera, a la sombra de unos arbustos, y con presteza compartieron los
bocadillos que había transportado Aurelio. Lorenzo de vez en cuanto amenizaba el ágape con la aportación de algún dato, tal
como: “la capilla aquélla, y señalaba
hacia la otra orilla, restos de lo que debió ser, es a la que accedía el monje
para rezar a la Virgen, el lugar lo llaman La Reguera”.
Y tratando de sorprenderles añadió: “Por las noches
encendía una candela a Santa María de
Escalada, era como un faro de tenue luz temblorosa luciendo hasta el nuevo día.
Dicen, remarcó, que no faltaba a la cita algún misterioso búho para acompañar con
su ululante canto, de modo muy especial las noches plateadas por
la luna.
Decidieron dar por finalizada la visita al río, y
regresar. “Tenemos que entrar en el templo de San Miguel, recordó Lorenzo, “no
lo habéis visto por dentro y allí os contaré algo”. Echaron una última mirada a
la ermita y emprendieron el regreso con la latente incredulidad de estar
pisando las huellas de aquel fraile llamado Gonzalo, que Lorenzo les marcaba.
Allí estaban las bicicletas, nadie las había tocado,
precisamente junto a la puerta por la que los tres accedieron al interior del
templo. Mi tía, les informó con una nota de orgullo en la voz, es la
depositaria de la llave, y muy celosa de
su cometido como guardesa.
Hicieron un rápido recorrido, la luz del atardecer aún
permitía ver con detalle el interior
cuya diafanidad no rompían los redondeados pilares, que prestaban una doble misión: el vital sostén y la
demarcación de las tres naves y los tres ábsides. De pronto Lorenzo se paró en medio de la nave
central, con un gesto de la mano les invitó a acercarse, hablaba en voz baja
intentando no romper el silencio más allá de lo necesario.
Lo que os cuento ahora es algo que pocos saben”, hizo
una enigmática pausa… “Allí, entre los dos pilares centrales, ésos que marcan los
tres arcos de acceso al crucero, se da una circunstancia sorprendente; pero es
necesario ejecutarla con decisión. Hay que situarse bien centrado y alineado
con las dos columnas, extender ambos brazos hasta entrar en contacto con el mármol
del pilar. De no llegar a alcanzar con los dedos ambos pilares a la vez, se ha
de tocar primero el izquierdo y luego el derecho, permaneciendo la mano de este
lado en contacto, y la izquierda en la misma posición.
Dicho esto se abrochó la camisa y se subió el cuello. No
fue un gesto casual, pues el relato, en el fresco ambiente interior, vino a
provocar en sus oyentes unos inevitables escalofríos ante el secreto que les estaba desvelando.
“Probaréis los dos, dijo, y sólo uno cada vez, el otro
permanecerá a mi lado en este mismo lugar. Ahora os diré lo que ocurrirá: Sin dejar de
tocar el suave mármol con ambas manos, o solo la derecha, colocados de cara al
ábside central, daréis un paso adelante, más no es posible sin perder contacto
con los pilares; es la norma básica para poder sentir una extraña fuerza
proveniente de la bóveda del ábside, algo así como un gran vacío absorbente.
Pero tranquilos, si volvéis atrás, o seguís
hacia adelante perdiendo contacto con
los pilares, se rompe el hechizo, y todo vuelve a la normalidad.” ”¿Queréis probar?”
Claro que
quisieron. La emoción les invadía.
Tan sólo Aurelio creyó percibir algo que no supo
definir, y que tiempo después, al intentar explicarlo, lo equipararía a una
irreal inercia de ir cuesta abajo. Juanito ni eso; hizo dos intentos y se
marchó en blanco. Cuestión de ensoñación.
Comentando lo sucedido, salieron del vacío templo, se hacía
tarde para regresar a su pueblo, necesitaban aprovechar la luz del día que finalizaba.
Se despidieron agradecidos de Lorenzo, que había sido un fabuloso guía, y, además, les había sorprendido con un “misterio”.
“Si venís otra vez, les anunció como promesa, veremos
el panteón de los abades, allí se encierra la esencia de lo que fue el
Cenobio. Pero sobre todo me gustaría que
fuera de noche, así disfrutaríais el interior del templo a la luz de la llama
oscilante de un candil, cuando, hábilmente movido, las columnas proporcionan
unos juegos de sombras que parecen tener vida propia, se desplazan, se alejan, desaparecen y vuelven, asemejándose a los
monjes en extraña procesión…
¡Vale! Respondieron ambos a la vez. Cerrando así los
acontecimientos del día.
Ya a bordo de las bicis le dijeron adiós en voz alta.
Lorenzo se quedo un rato contemplando con rostro sonriente cómo se
alejaban los dos crédulos muchachos.
Molesto con el atuendo, un disfraz bueno para
carnaval, se dirigió a casa, su papel había terminado con éxito.
El atardecer estaba
ya agotado cuando Aurelio y Juanito entraban en Gradefes.
Gracias, Máximo!!!!
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