19 de marzo de 2013

UN CAPILLO PARA UN CONFESO


El rataplán destemplado de los tambores le trajo a la realidad del momento.  En tanto tomaba conciencia de donde estaba, trató de ajustarse con nervioso disimulo el capillo que, para respetar su relativo anonimato, le habían facilitado.

Un cofrade de escueta saya franciscana, noble presencia y ostensible desenvoltura, se lo había entregado al tiempo que se presentaba con voz calmosa: “ Soy el Abad, ¡tranquilo!, tu perdón está cerca”. En su mano derecha, tendida y sugerente, le mostraba plegado un pardo capillo... “pruébatelo, has de llevarlo, son las normas”, añadió.   Lo dicho, aún pronunciado en moderado tono, le repercutió en los oídos con fuerza, cual eco  propiciado por la amplia quietud del aula de Seminario Mayor próximo a la Catedral donde se encontraban.
                                       
 Obediente, y como para agradar, se lo colocó con prontitud.  Pero, no con menor presteza, se despojó de él diciendo: “bien, bien, me está bien”, aunque el envolvente ensombrecimiento de la prenda le hubiera causado, al pronto, un extraño efecto, además de entrecortarle el aliento.

      Como  envuelto en una burbuja pasó los momentos iniciales, los de su incorporación  a  la procesión en la plaza de Regla, para, en el pórtico de la Catedral, ante la columnata del locus appellationis, a los pies de la Virgen Blanca en el pedestal del parteluz, continuar como flotando en un mundo extraño de capillo para dentro.

       Mezcla de la tensión y del humano temor del momento,  no podía precisar si tras la petición de indulto que en alta voz el Abad, generoso, afable y solícito, formuló ritualmente,  el Alcalde de la capital había pronunciado su nombre. Sí resonaba aún en su interior el término ¡libertad!, tan añorado, y que el Regidor invocó en el decreto favorable del Gobierno.
Le reconfortó el hecho de que allí donde se impartió justicia para los legionenses medievales,  él acababa de conseguir el perdón durante la sobria pero sorprendente Semana Santa Leonesa,  a través de una Cofradía cuyos orígenes estaban en el Barrio ferroviario surgido en torno a la iglesia de San Francisco de la Vega.

Sin mover la cabeza, con temerosa rigidez cervical, tan sólo volviendo los ojos hacia uno y otro lado de la calle, veía a las gentes que presenciaban el cortejo procesional en el que, para su bien, se veía involucrado. Avanzaba casi siguiendo el  cadencioso toque de la Banda de la Cofradía, y para no destacar, procuraba, aunque nadie se lo había sugerido así, no salirse de la línea conformada con quienes le flanqueaban y arropaban.
       
       Creía percibir  la chispa de curiosidad en las múltiples miradas que  a buen seguro llevaban implícita una obligada pregunta, ¿qué habrá hecho?   Su respuesta hubiera sido clara: Soy algo más que un exconfeso que, formando parte de la procesión del Santo Cristo del Perdón, se está ganando la libertad.  ¡Tengo nombre y apellidos  que constan en el Registro Civil de León!, pues aquí, en la capital he nacido, y vivido casi la primera mitad de los años que tengo cumplidos.

       Menos mal que el capillo marrón franciscano, cubriendo su rostro, ocultaba el persistente rubor emanado de sus intimidades e impedía a sus antiguos paisanos emplazados en la angosta calle Ancha percibir tales zozobras.  Le confortaba en lo íntimo, aunque físicamente la aspereza del paño le rozara por demás la enrojecida nariz, convaleciente de un inoportuno resfriado. Lo había ganado en la fría prisión del Parque donde entre rejas cumplía condena... Hacia ella derivó sus pensamientos.

       Poco más allá de dos o tres semanas atrás, un funcionario de la prisión le había comunicado que el director quería verle. “Sorprendente noticia”, se dijo. No había tenido oportunidad de conocerlo, ni de haber entrado en el soleado despacho donde ahora le estaba recibiendo.  Esbozando una leve sonrisa, y señalando una silla le invitaba a tomar asiento ante la amplia mesa, tras la que, en confortable sillón, se aposentaba como máxima autoridad del lugar.
     
       Con aparente inocua entonación, al pronto le comunicó algo sensacional, por inesperado, directamente, sin matices: “Ha alcanzado el indulto que la Cofradía del Santo Cristo del Perdón propicia cada año para un recluso. Su buen comportamiento ha facilitado la obtención de esa medida de gracia.  Los catorce meses que aún le restan de estancia  como interno, se  esfumarán  de un plumazo”. Su sencilla actuación consistirá en acompañar voluntariamente a los papones del perdón en su penitencial recorrido.

      La contestación surgió de inmediato. Por supuesto agradecida y afirmativa. Y supuso el fin de la comunicación. Ninguno de los dos necesitaba más palabras; ni el director le vendía nada, ni él había suplicado éste tipo de libertad. Siempre se había considerado inocente, o engañosamente culpable para quienes le habían juzgado.

       El monótono caminar procesional le resultaba a ratos fastidioso, pero el vaivén de pensamientos y recuerdos puntuales adormecían su ansia de terminar y ser libre. Una conocida marcha que la Banda atacó con redoblado vigor al entrar en Ordoño II, le volvió al presente. A observar y a ser observado, como en un juego que empezaba a no disgustarle, y hasta le distraía aportándole templanza. 
  

    Él ya había pasado por tan amplia calle enmascarando su intimidad con otro capillo. Blanco y de suave tela entonces, portando sobre el hombro derecho una cruz.  A sus 16 vigorosos años quiso sentir el peso del madero. La procesión penitencial de hombres, conocida como del Silencio, le brindó ésa posibilidad, ¡ah!, y la ayuda decisiva de un hermano terciario amigo de sus padres.  Así, como penitente, había salido del templo de los Capuchinos entre rezos pausados del credo, dirigidos por frailes descalzos, coreado con grave voz por cientos de hombres.
       
         Aquélla había sido una experiencia, voluntaria y noble. Pero hoy, con  los papones del perdón, pasaba por otra que en cierto modo era una impuesta expiación. Sí, expiación, se repitió en mente, de un delito de hurto del que, estando cumpliendo la pena impuesta,  no se sentía culpable. Y así lo había sostenido siempre.  Mas, hoy ya huelga explicarlo.

       Por la calle Astorga la procesión se acercaba a su fin. El pitido de un tren le apercibió de lugar a donde abocaban. Un año más se cumplía el objetivo de los cofrades de hábito franciscano y farol de mano ferroviario. Y, como casi siempre, empezaba a dejarse sentir un frío seco y penetrante, que a él hoy lee estremecía y era bien conocido por los leoneses penitentes o espectadores.  ¡No era fácil ser papón!
      La iglesia de San Francisco, meta y refugio, estaba ya ahí. Sus amplias puertas suponían para él acogida, fin y libertad. No sentía cansancio, sí emoción. Un ligero temblor fruto de tal sentimiento y de la brisa nocturna le recorría el cuerpo a ramalazos.
      Le estaba esperando su esposa, la que nunca había dudado de él, y supuso un consuelo impagable. La vio expectante, apostada en las proximidades del templo, confundida entre las gentes del Barrio. Se habían cruzado sus miradas, sugerente y esperanzada la  suya; interrogante, como en un ¿qué tal estás?, la de ella.
       El momento del encuentro no debía demorarse. Ya en el templo así se lo comunicó al Abad, quien, durante el abrazo fraterno de despedida, y lleno de buenos deseos, le susurró: “no te quites si no quieres el capillo,  ya me lo devolverás, vete en paz.”. 


       Torpemente se santiguo ante Jesús del Perdón y entre parabienes de los cofrades y palmadas amistosas, alcanzó el modesto coche en el que su esposa le aguardaba. Sin demora, no como huida, sí en libertad, se fueron alejando del lugar.

   “Su” Semana Santa leonesa había finalizado por éste año. Tal vez, por qué no, superados o cuando menos adormecidos los malos recuerdos de la cárcel de León, volvería como espectador, ya nunca  imparcial, a observar a otro recluso que alcanzaba el homólogo don que le brindaba la generosa ayuda  de la Cofradía del Santo Cristo del Perdón.

      Errare humanum est…  y sus faltas objeto de perdón.

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