21 de diciembre de 2011

UN RELATO POR NAVIDAD

A modo de entradilla:
La lectura de lo escrito con precisión investigadora sobre La Candamia, por Miguel Ángel González González, despertó en mí algunos recuerdos, especialmente lo relativo a  la vertiente del Portillo, a la que he estado largos años vinculado, y que intentaré plasmar, no sin unas imprescindible pinceladas de inventiva para añadir color a un cuentecillo.

Un pastor en la distancia
Evocando su imagen

La figurita del pastor ha sido siempre pieza imprescindible en los belenes, pues con ella, desde niños, parecíamos caminar hacia el portal, no sin mirar de reojo a los más lentos Reyes Magos.
Como paseante habitual de algunos caminos en la Sobarriba, en especial los más próximos a la capital, senderos de tierra removida que el plan de Concentración Parcelaria ejecutó allá por los setenta del 1900, con la alevosía de llevarse por delante setos y sebes vivas, tuve oportunidad de empezar a ver, en la distancia, a un singular pastor conduciendo un generoso rebaños de ovejas.
Así,  a  lo lejos, corto en dimensiones ópticas, para nada desmerecía  de la figura de barro cocido, apenas decorada ya por el uso, que todos los años, solíamos colocar en familia, con especial cuidado, en el propio “nacimiento”.


En vivo, y fiel a su estampa, parecía integrarse en un paisaje abierto de pequeñas lomas, como si nunca se hubiera movido de allí, en aquellos predios de Corbillos, Villavente o Tendal. Tampoco cambiaba su atuendo externo y compostura, o así conservo fotografiada su imagen en la memoria,  con  un imprescindible tabardo, “todo tiempo”. El zurrón colgado en bandolera, de  lanosa piel del ganado que cuidaba. Y el cayado,  verdadero apoyo y arma conducente de sus reses,  que venía a completar los elementales atributos pastoriles.
 Los ladridos de un pequeño y agitado perro, auxiliar valioso, movido,  inquieto y siempre atento a la voz de mando, aportaban “el audio” al clásico cuadro.
Casi en solitario, por aquel entonces, siguiendo un camino de tierra y piedras, que una vez culminado el Portillo iniciaba una suave ascensión hacia los altos de La Candamia, allí donde los altos pinos ponían el color verde perenne a las arcillosas laderas, se llegaba hasta el mirador de Las Lomas. Abajo, a lo lejos, la capital, y la catedral emergiendo sobre los tejados.
La Fuente del Oro León 664075La marcha tenía también otra meta: alcanzar la Fuente del Oro, donde, un trago de agua, especialmente en verano, era el sencillo premio. Eso justificaba el paseo, pero además, al decir del pastor, no estaba exento de unos agradables bienestares internos, junto al influjo de los sentimientos de pertenencia a aquella tierra.
 Apenas una docena de veces pudimos conversar con cierta calma y largura. Intensas por su parte, pues lo suyo era más hablar que escuchar, sobre todo en los temas que parecía dominar. Y jugosas para mí, dada su convincente facundia.
No era pastor por vocación, lo dejó bien claro desde el primer momento. Y se regocijaba al decir: Puede que mi particular forma de ser y comportamiento, me acerque a la condición de pensador, añadiendo: pastoreo ovejas y pensamientos. Rebotado del Seminario de León, aunque esta faceta más que otra cosa la quería soslayar, ahí estaba, le había marcado y aportado un primer punto formativo, lo reconocía.
Su nombre era Teodoro, pero más bien se le conocía como Dorín… no por pequeñez de estatura; era éste un apelativo cariñoso que cuadraba con su afable personalidad e interés por amigarse con todos.
Nunca le vi tan animado como aquella ocasión cuando estuvimos charlando bajo el paraguas generoso de sombra benéfica, aunque no hubiera sol, de un gran mostajal. Un hermoso ejemplar, al borde del pinar, casi lindante al pedregoso camino de las Lomas, apellidado “de la hierba” por el dueño de la finca donde estaba arraigado, un personaje leonés muy conocido, a la sazón presidente de la Diputación.
Apenas separaban al mostajo ochocientos metros del Vértice Geodésico: el Valenciano. Una “mira”, como la denominaban los lugareños, izada en lo más alto del Portillo sobre una blanqueada y cuadrangular base de hormigón. En tono enigmático, de ella nos habló Dorín, en tanto su rebaño, bien cuidado por el perro, parecía sestear tranquilo. Lo hizo con voz tranquila:
“La noche de San Juan es un momento mágico para que acudáis a ese altozano, en especial si está el cielo despejado y se pueden contemplar las estrellas a pleno brillo, en cada rostro de los asistentes apreciareis el fulgor plateado de las emociones que parecen aflorar.”
Cómo sustraerse a tal anuncio. De modo que, poco o nada convencidos, así lo hicimos. Nos resultó relativamente fácil, teníamos la casa familiar muy próxima, ladera abajo caminando por entre espinosas aylagas con dirección al pedregoso camino…”de la hierba”, y pasando por un espacio“insular”, entre cárcavas, conocido por los cazadores como el lebrero. No nos defraudó la experiencia, pero tampoco sentimos el calambre eléctrico de las emociones intensas. 
En esa misma ladera existía un manantial oculto, ornado de una gran junquera receptora de su humedad; una corriente de aguas subálveas que por un antiguo encañado de morillos circuló hacia un caño con pilón que, según rezaba en su frontis, mandó colocar Carlos IV, allá en la subida por carretera al Portillo.
La variante de la Ronda Este, ”una vía rápida” cargada de semáforos, de infeliz memoria para muchos, en especial para los vecinos de Villaobispo, demandó un nuevo emplazamiento para él, y así, maltratado, unos metros más atrás, perdió agua y prestancia. Para entonces el “camino de la hierba”, asfaltado, le empezaron a llamar carretera de Golpejar.
La abuela de Dorín, una mujeruca muy de la época sobarribana aquélla, la de una Hermandad tan operativa como necesaria, gozaba de condiciones de vidente, diríamos hoy. A su muerte, su madre heredó esa magia, y él esperaba atemorizado, repetía una y otra vez, alcanzar ese don, aunque de momento tan sólo ejerciera como zahorí, varas en mano, para detectar la presencia subterránea de agua.
No tuvo mejor lugar para contarnos esa faceta, ni mejor ocasión, que en la proximidad de Villavente, una áspera tarde otoñal, con el viento azotándonos el rostro, del que tratábamos de resguardarnos junto a un teso apellidado el cigoñal, donde hubo un monasterio: el de la Santa Cruz. Este nombre, anunció con buena dosis de orgullo, lo llevaba mi abuela desde la pila del bautismo: María de la Santa Cruz, era su gracia.   

Si yo hubiera tenido capacidad de modelar, con el propio barro de la Sobarriba, sin duda habría elaborado una figura para los belenes, tomando como modelo ese pastor de ovejas y pensamientos, al que admiré. Y nada mejor que haciéndole adoptar la pose del Quijote pensador, el del escultor Víctor de los Ríos, que sentado sobre un pináculo de grandes piedras, cantos rodados procedentes de construcciones megalíticas halladas en Camposagrado, estuvo emplazado, largos años, justo enfrente del caño del Portillo, en terrenos de la Caja de Ahorros de León, hasta que fue trasladado al Campus de Vegaza.
Con relación a esto, la sensación que desde entonces me ha acompañado, es que sin duda habría conseguido para tal figura de pastor, junto a sus ovejas… y pensamientos, un puesto repetido en los nacimientos leoneses, puede que con distintas caras de personajes conocidos, tal como ocurre con el “caganer” catalán, o en menor medida con la castañera madrileña.

Coplillas para cantarle con el Ramo navideño no le hubieran faltado.


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