Principio y fin de un gran Rey
Como quiera que muy buena parte del clero catedralicio, del cual formaba parte,
me
tenía
en
gran
estima,
y
sabían mi
voluntariedad
para acometer cuantos problemas se nos presentaban, me encargaron los preparativos para las honras fúnebres de nuestro amado rey D. Ordoño II, en este templo.
El luctuoso suceso
enfriaba
aún
más
si
cabe,
el
ambiente
de
suyo desapacible de esta gran iglesia, especialmente en estas fechas pos
invernales.
Mas, ya es momento
de
presentarme, para que,
al
hilo
de
los
acontecimientos y personajes
que voy a rememorar, puedan identificarme los
posibles lectores, y conocer
el porqué de mi humilde presencia en ellos.
Mi nombre es Sisnando, he cumplido treinta años,
cuando comienzo este emocionado relato. De ellos, quince
he estado de monje en el Cenobio
de San Pedro de Eslonza,
si bien, en el momento
en que arrancan estos recuerdos, estoy desarrollando labores eclesiales
en esta Catedral leonesa con la que estamos unidos en hermandad de
sufragios.
Mi familia habitaba en el valle de Eslonza y como tantas otras,
vivía bajo la influencia del Cenobio. En trabajos agrícolas y en tierras del Monasterio se desarrollaba la vida de mi padre, un labriego noble y
esforzado donde los haya.
Yo,
el
mayor
de
cuatro hermanos, era alentado,
casi
empujado
persistentemente por mis padres,
de
suyo
religiosos, a abrazar la vida
monacal. Debo decir que ésta me ofrecía un cierto atractivo, pues me he considerado siempre, retraído,
obediente y con ansia de saber. En el Cenobio podía ver realizados mi futuro y mi formación.
Recuerdo aquellas coplas que de jovenzuelo oía en las aldeas próximas:
Somos
del valle de Eslonza
y vasallos del Convento
donde nos dan el sustento
y predican la verdad.
que
me sirvieron de melodiosa y reiterada cadencia, muchos años.
Cuando nuestro primer
rey Leonés, desde el año 910, García I, hizo generosas donaciones al Monasterio el año 912, yo contaba con 18 años
de pujante
juventud,
que
hube
de
emplear
junto
con
algunos
hermanos
en la
reedificación del convento. Las dádivas reales nos permitieron acometer las obras de reparación de los daños causados por las hordas sarracenas.
El hermano Adyuvando era nuestro Abad, y lo era a conciencia en sus rigurosas órdenes
y
exigencias,
en
cuanto
a
la
escrupulosa
vida
monacal, al igual que en las labores
manuales múltiples.
Curiosamente recuerdo, cómo las noticias llegaban
al Cenobio con prontitud.
Así conocimos
y celebramos la victoria de nuestro benefactor
rey
D. García, sobre los Moros en la Rioja, el año 913; le acompañaba el hermano Frunimio que más tarde sería Obispo de León.
En
los
albores de la primavera del año
914,
nos
llegó
la
triste
noticia de la muerte del rey, en Zamora, sólo pudimos dedicarle días de
oración en el convento, pues se nos anunció que su cuerpo sería llevado a
enterrar a Oviedo.
Desde
su trono en Galicia, D. Ordoño II, conocida la muerte de su hermano García I, viene a León en el verano de este mismo año. Con él quedará consolidado el solio leonés,
el nombre de Reino de León, la corte y la capitalidad en León.
Un
buen susto nos dio D. Ordoño II, a los leoneses, con aquella
enfermedad que inoportuna, a pocos meses de su entrada en la capital,
nos hizo temer por su vida.
El hermano Fruminio nos pidió oraciones por su curación; preces que fueron oídas, pues recuperó la salud y el ánimo guerrero,
y, al frente de sus huestes, ese mismo año vencía
a los Moros en Mérida.
La salud recobrada
y las victorias alcanzadas, serían las fuerzas que le impulsaron a donar las edificaciones palaciegas,
a fin de ser transformadas en una gran iglesia, “su catedral”, para la mayor
gloria de Dios Nuestro Señor.
Nuestro hermano Vicencio, su Mayordomo, tomó con interés la orden real. Y dado que la disposición de los edificios
reales, asentados sobre unas paganas termas,
era tan favorables al esfuerzo
de adaptación pretendido,
que dio fin a la Catedral que la ciudad
y la corte de León necesitaban. No regateando medios humanos ni económicos.
En
la
gran iglesia
recientemente terminada, reinaba gran expectación ante la ceremonia de
la solemne coronación de D. Ordoño, que había concitado a lo más representativo del reino.
La
nobleza allí presente nos era desconocida, hasta aquel momento, a los tres monjes del Cenobio de Eslonza, designados por nuestro Abad
Adyuvando, ante la petición del Obispo Frunimio,
para integrarnos en el
clero catedralicio.
De
esta feliz ceremonia de coronación, recuerdo a los tres grandes obispos: Ansurio, de Orense; Genadio, de Astorga y Atilano, de Zamora; tomando parte muy activa en ella, acompañados de otros nueve prelados
y los
clérigos de
sus
séquitos.
La catedral fue un digno marco a tal celebración. Si alguien había tenido dudas de la eficacia del Mayordomo real, adaptando los aposentos palaciegos para tan magna obra, gran iglesia o catedral, a partir del momento de la coronación en ella de D. Ordoño II, el 12 de diciembre de 914, se trocaron éstas en admiración, por lo eficaz a la par que imprescindible realización.
La catedral fue un digno marco a tal celebración. Si alguien había tenido dudas de la eficacia del Mayordomo real, adaptando los aposentos palaciegos para tan magna obra, gran iglesia o catedral, a partir del momento de la coronación en ella de D. Ordoño II, el 12 de diciembre de 914, se trocaron éstas en admiración, por lo eficaz a la par que imprescindible realización.
Muy grabada me quedó
para
siempre la imagen de D. Ordoño, finalizada la ceremonia
tan solemne como festiva y alegre, en este gran
templo; ciñendo la corona que le había sido impuesta y con aparente sencillez departir afablemente con la
corte y clero.
¡La misma corona que estaba ahora en mis trémulas manos!
Al serme entregada por el Mayordomo de Palacio, percibí el
frío
del
metal,
lejos
de
las
sienes
del
soberano
que
la
portaron desde aquella feliz coronación, hasta hoy, diez años mas tarde
y en “su” misma catedral; a fin de depositarla sobre el féretro del monarca.
¡Qué gran diferencia entre
aquellas
galas
de
júbilo
general
por
la coronación del rey leonés y estas pompas fúnebres que a su cadáver le
íbamos a dedicar!
La temprana iniciación de los trabajos, prácticamente al alba, nos había permitido terminar a tiempo ante al Altar consagrado a María
Santísima, un gran
catafalco ornado con terciopelos
negros festoneados en hilo de oro, para situar
el cuerpo de D. Ordoño durante el solemne Te Deum.
También se había excavado y preparado un túmulo sepulcral, que acogería definitivamente los restos del monarca en aquel mes de Junio de 924.
No
bien
hubieron colocado los portadores de las mortuorias parihuelas, el féretro
real sobre
el
catafalco,
dada
mi
condición
de
conductor del rito y protocolo, flanqueado por Nobles del séquito real y en pos de doña Sancha de Navarra, su viuda, me dirigí portando la regia corona, hacia el
arcón real para depositarla sobre él; acto que marcaba el inicio de las exequias fúnebres.
Finalmente diré que aquella
catedral que lució esplendorosa el día de la coronación, le acoge ahora como morada terrenal última, y sobre
su sepulcro en una lápida se leerá:
OMNIBUS EXEMPLUN SIT, QUOD VENERABILE TEMPLUM
RES DEDIT ORDONIUS, QUO JACET...
Para que se comprenda su ejemplo; el de haber donado este venerable templo. Aquí descansará para siempre en el Reino de León.
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